Cultura

El asombroso espectáculo de Meryl Streep

Drama, Reino Unido, 2111, 105 minutos. Dirección: Phyllida Lloyd. Guión: Abi Morgan. Intérpretes: Meryl Streep Jim Broadbent, Anthony Head, Richard E. Grant, Roger Allam, Olivia Colman, Nicholas Farrell, Alexandra Roach, Harry Lloyd. Música: Clint Mansell, Thomas Newman. Fotografía: Elliot Davis. Cines: Albéniz, Vialia, Plaza Mayor, Rincón de la Victoria, Málaga Nostrum, Miramar y Gran Marbella.

Cuando Meryl Streep nació en 1949 el sistema de los estudios estaba en su apogeo y Bette Davis o Barbara Stanwyck en la cumbre de su gloria.

La Davis había roto su contrato con Warner, el estudio en el que trabajada desde 1932, e iniciaba una nueva etapa con el productor Darryl F. Zanuck que se la llevó a 20th Century Fox, en la que debutó ese mismo año con Eva al desnudo. Barbara Stanwyck acababa de estrenar Sorry, Wrong Number con inmenso éxito -fue su cuarta nominación al Oscar- y rodaba Mundos opuestos con James Mason. Esa niña nacida ese año en Summit, New Jersey, ocuparía, 30 años después, los tronos vacíos de la Davis y la Stanwyck como la gran trágica del cine desde finales de los 70 hasta hoy.

Cuando Meryl Streep debutó en televisión y en cine entre 1976 y 1978 con tres éxitos -Holocausto, Julia y El cazador- nacía una gran promesa. Cuando en 1979 interpretó Manhattan y Kramer contra Kramer nacía una soberbia actriz que obtenía un Oscar como actriz de reparto. Y cuando en 1981 obtuvo su primera nominación al Oscar a la mejor actriz con La mujer del teniente francés nació una estrella.

El sistema de los estudios había muerto en los años 60. La prodigiosa renovación creativa del cine americano de los años 70 -en cuya erupción se fraguó la Streep como actriz- entraba en crisis en los 80.

A la actriz le tocó el duro destino de sobrevivir en los tiempos en los que el mercado no estaba regulado por el poder de los estudios, las compañías no dependían de profesionales del cine y el público adolescente -cada vez más mermado por carencias educativas- abarrotaba las salas.

Por eso su carrera, como todas las de los grande en estas tres últimas décadas, será tan brillante como irregular. No siempre las películas estuvieron a su altura, aunque tuvo la suerte de que le ofrecieran, o la inteligencia de elegir, los papeles que la convertirían en una leyenda viva y en la actriz más nominada a los Oscar de la historia: La decisión de Sophie, Silkwood, Enamorarse o Memorias de África en los 80; Los puentes de Madison, Antes y después, Cosas que importan o La habitación de Marvin en los 90; Adaptación, Las horas, El último show, Leones por corderos, Mamma mia! o La duda en la primera década del siglo XXI; y esta La dama de hierro con la que entra de forma triunfal en la segunda década del nuevo siglo.

¿Excesiva? Como todas las grandes. ¿Narcisista? Como todas las grandes. ¿Dada a alardes en las caracterizaciones, incluido su gusto por imitar acentos extranjeros? Como todas las grandes. ¿Parodiada a veces por estas desmesuras? Como todas las grandes. Porque una cosa está clara: si la filmografía de Meryl Streep no alcanza a la de Bette Davis no es porque tenga menos talento, sino porque es demasiado grande para los tiempos cinematográficos que le han tocado vivir. Le pasa en esto como a su colega y amigo Robert de Niro. Podría decir, como la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses: "Sigo siendo grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas".

Dedico tanto espacio a Meryl Streep porque ella es lo mejor que se puede decir de La dama de hierro. Ajustándose al reciente subgénero de biografías ennoblecedoras que muestran con una dimensión trágica el lado humano de personajes históricos antipáticos -casos del Nixon de Stone o de la por estrenar Edgar J. Hoover de Eastwood- u odiosos -caso de El hundimiento de Olivier Hirschbiegel- Phyllida Joyce (que logró el milagro de hacer un estupendo musical -Mamma mía!- con las canciones de Abba) ha escogido el no muy atractivo personaje de Margaret Thatcher para hacer ese tour de force consistente en desvelar el rostro humano de un político que, sin carecer de valores, no suscita precisamente simpatías. Carente tanto de la dimensión shakesperiana del calculador, atormentado y acomplejado Nixon, de la retorcida maldad de Edgar J. Hoover o de la desmesura demoníaca de Hitler, abordar el retrato de la Tatcher era un enorme desafío que habría fracasado de no ser por Meryl Streep. Anthony Hopkins, Leonardo Di Caprio y Bruno Ganz hicieron interpretaciones memorables de personajes trágicos, encuadradas en grandes películas. La Streep hace aquí una interpretación memorable de un personaje al que una película sólo correcta no logra sacar brillo trágico.

Pese al excelente planteamiento del guión -una especie de Amadeus en el que la Thatcher es Salieri recordándose como si hubiera sido Mozart- Phyllida Lloyd carece de las fuerzas dramáticas suficientes para reconstruir a la Thatcher orillando sus lados más oscuros y desvelando su fuerza de voluntad, su personal lucha anticlasista hecha desde la derecha, su feminismo conservador, su arrojo ante la impopularidad, su maestría eludiendo conspiraciones, su firmeza en la crisis de las Malvinas. Meryl Streep sola, por grande que sea, no puede sacarlo todo adelante. Las cuatro estrellas son para ella.

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