Cultura

El candidato, su amante, la hermana y el 'paparazzi'

Incapaz de afrontar la realidad política de forma directa, al cine español le quedan los atajos de la sátira, la parodia o el molde de los géneros para acercarse al día a día de los tejemanejes del poder y su entorno más cercano. Con esta voluntad deformante y, suponemos, denunciatoria, se acerca el irregular y enfático Antonio Hernández (Lisboa, En la ciudad sin límites, Los Borgia) a una cierta realidad política, social y mediática española, en cuyo epicentro encontramos a un político conservador (excelente Roberto Álvarez) acosado por su joven amante (Verónica Echegi, no menos estimulante) durante un vodevilesco fin de semana en una lujosa casa de campo. Junto a ellos, comparten entradas y salidas la hermana mayor del político (Carmen Maura), su asistente (Marta Berenguer), un perro ladrador y un par de guardaespaldas del futuro candidato del partido de la oposición.

El menor de los males juega todas sus bazas a la fórmula del enredo satírico y en la búsqueda de un tono justo que no eche por tierra esa frágil frontera que separa la elegancia de la comedia con los excesos de lo grotesco. De camino, la película pretende repartir estopa a propósito de la memoria histórica, el clasismo, el machismo celtibérico, el sensacionalismo periodístico y otros asuntos de rabiosa actualidad.

Lo consigue en su primera mitad, que fluye grácil y ligera por un necesario terreno de ambigüedades, pullas, dobleces y sutilezas, empujada por la dirección de orquesta del maestro Álvarez, sus duetos junto a Carmen Maura y la potencia arrolladora de la Echegui y su personaje.

El asunto se descalabra, empero, cuando Hernández, hasta ese momento fino estilista de la comedia envenenada y contenida, no sabe pulir ni disimular la imperdonable deriva dramática de su guión y aquello se desmadra irremediablemente a través del encadenamiento de secuencias torpes y grandguignolescas que destapan las costuras de un engranaje incapaz de encontrar una salida airosa a su reto inicial. Es entonces cuando se acentúa aún más la tendencia de Hernández a sobredirigir (véase la escena de sexo sobre la mesa de billar, el abuso de las escenas montadas en paralelo o la persecución del paparazzi) y cuando la farsa se cierra de una manera precipitada y abrupta.

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