Cultura

El caníbal sonriente

  • Impedimenta publica 'Bombardeos y estallidos', memorias del pintor y escritor de origen canadiense Wyndham Lewis, centrada en los días de la 'Gran Guerra' y las vanguardias que asomaban al siglo

Para el lector curioso de vanguardias y el subsiguiente cataclismo de la Grand Guerre, la publicación de Estallidos y bombardeos es una excelente noticia. En primer lugar, por el descubrimiento de Wyndham Lewis, fenomenal sujeto y espléndido energúmeno, a cuyo vertiginoso cerebro se debe la creación el Vorticismo, así como la feliz autoría de estas enérgicas y aceleradas páginas. Y en segundo término, por el agudo testimonio (un testimonio brusco, vivaz, y en cierto modo alegre) de aquella fabulosa carnicería que dio en llamarse la "guerra de trincheras". Aquí, las memorias de Lewis difieren notablemente del Adiós a todo eso de Robert Graves y se acercan a la ferocidad sonriente, al canibalismo agónico de Apollinaire y Las once mil vergas. Pero, principalmente, difieren de la apacible indiferencia, del tono grave o sentimental de aquellos que fueron el objeto de su formidable encono: los miembros del selecto grupo Bloomsbury, Virginia Woolf, L. Strachey, etcétera, y su literatura ajardinada, vaporosa, en acuarela, cuando el mundo se despeñaba por un desgalgadero de proporciones colosales.

Según nos indica Juan Bonilla en la Introducción (la excelente traducción de Yolanda Morató para la editorial Impedimenta acaba de recibir el Premio de la Asociación Española de Estudios Americanos), el infortunio de Wyndham Lewis, y su posterior desconocimiento por la masa lectora, nacen de un ensayo laudatorio de Adolf Hitler (1931), en el que, junto con buena parte de la intelectualidad occidental, Lewis retrataba al breve caudillo austriaco como un hombre de paz, en tiempos de un belicismo exacerbado. Posteriormente, Lewis reconoció su error, y en el año 39 publicaba su The Hitler Cult, donde ya daba cuenta de la deriva totalitaria y el culto de la masa que propició el Reich. Aún así, Lewis quedó lastrado por esta mácula, y la actual ignorancia de su figura viene a ejemplificar el malicioso adagio que nos advierte, desde antiguo, que el talento jamás se perdona. Sea como fuere, la escritura de Wyndham Lewis fue profusamente elogiada por cabezas eminentes como la de Ezra Pound, James Joyce y T. S. Eliot. Del mismo modo, un alucinado Marinetti quiso ganarlo para las filas del Futurismo, cuando Lewis, británico al fin, no participaba con su Vorticismo del desmedido asombro y la rotunda estupefacción que el maquinismo y la velocidad ejercieron sobre el italiano. Tampoco participó el británico de su ardor belicista, pues al cabo, Estallidos y bombardeos es una poderosa obra antibelicista, escrita sin el dramatismo y la agonía de Graves, pero con la urgencia y el desdén de quien ha contemplado al hombre asediado por la metralla y el agua infecta de las trincheras. Toda esa trepidación, Lewis la da con un enérgico desenfado, con una impostada frivolidad, que a la vuelta hace más potente, más vivo, más aterrador, su testimonio sobre aquellos días de hierro y la apoteósis del Gran Berta.

Quizá, sobre el ambiente artístico y el debate intelectual que atraviesan estas páginas, lo que puja en Estallidos y bombardeos es el convencimiento de hallarse ante una nueva Era: la Era de la masa, de la servidumbre humana en la gran rueda de la industria; una violenta enajenación, en suma, en la que el ser humano, pulcramente uniformado, marcha bovinamente hacia su extinción, amparados en la multitud, en el número, en la ciega determinación de los ejércitos. Lewis, su agudo individualismo artístico y vital, no podía dejar de apreciar esta ominosa deriva de su siglo hacia un holocausto tan millonario como anónimo. Y así, Estallidos y bombardeos es, en cierto modo, el aullido frenético y alegre del último individuo, del primer soldado.

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