Cultura

La gran guerra americana, 150 años después

  • Un conflicto fratricida. John Keegan reflexiona sobre unos hechos que siguen asombrando por su crueldad y por el empeño y la capacidad de sacrificio de los bandos enfrentados en una contienda que obliga a preguntarse quiénes eran los norteamericanos de mediados del siglo XIX

Resumiendo mucho puede decirse que el soldado yanqui ganó la guerra al confederado provisto de unas buenas botas, pan de galleta y una lata de carne en la mochila, además del imprescindible Springfield, un rifle que tardaba medio minuto en recargarse. Pero de nada sirve un arma de fuego si no hay quien sepa dar la orden de disparo en el momento exacto. Ni las botas resisten sin unas suelas cosidas en la moderna máquina de Blake-McKay. Ni es posible que lleguen los abastecimientos a los lugares acordados sin miles de bestias de tiro dispuestas para distribuir las contingencias. A su vez, la fabricación de rifles en los talleres de Connecticut hubiera sido impensable a falta de la pericia y formación de una mano de obra instruida y cualificada, como no se entiende la comida enlatada al margen de la revolución económica en la producción de alimentos que tuvo como epicentro Chicago. El detalle se eleva siempre, en este documentado estudio de John Keegan, al nivel de la categoría, superando el anecdotario costumbrista, gracias a un razonamiento escalonado que combina los factores geopolíticos, los sociales y los estratégicos para explicar la gran guerra americana. Un conflicto fratricida que sigue asombrando 150 años después por su desgarramiento y crueldad, el empeño de los contendientes en la causa que defendían y la capacidad de sacrificio que demostraron a lo largo de la contienda.

En las páginas de Keegan sobrevuela la vieja pregunta del sociólogo Nathan Glazer: ¿pero quiénes eran los norteamericanos de mediados del siglo XIX?, o por decirlo en los términos del debate estrella que marcó la época: ¿cómo podía reconciliar los Estados Unidos una política abierta respecto a los inmigrantes blancos con el mantenimiento de un sistema de esclavitud que privaba a la mayoría de la población negra de los derechos civiles más elementales, incluido el matrimonio, como denunció Harriet Beecher Stowe en La cabaña del tío Tom? El desacuerdo sobre esta cuestión marcaba exactamente la distancia que separaba los valores más arraigados de dos sociedades que un siglo después los lectores aún podían reconocer en las tiras cómicas de los soldados Reb y Yank, el desenfadado y valiente Johnny Reb que luchaba por el Sur, y el responsable Billy Yank que lo hacía por el Norte. ¿Pero tan diferentes eran originalmente estos dos temperamentos y tan irreconciliables sus comunidades? ¿Tanto como para estar abocados necesariamente a una guerra larga y cruenta?

No parecía así antes de 1860, pero la elección de Abraham Lincoln, con un programa abolicionista, precipitó la defección en cadena de los estados sudistas. Resultaba claro que los confederados no estaban dispuestos a renunciar a un modelo económico del que dependía su propia supervivencia, pero no lo era tanto que los norteños quisiesen poner en peligro sus haciendas y hasta sacrificar sus vidas por mantener a toda costa la Unión. Además ni los soldados sudistas eran grandes hacendados, ni los unionistas, pujantes industriales y comerciantes, sino todos ellos gentes sencillas, pequeños granjeros, artesanos o empleados públicos. ¿Por qué entonces no conformarse con una secesión negociada que hubiese evitado el conflicto?

La clave del camino hacia la guerra estuvo, según Keegan, en el desacuerdo esencial sobre el modelo expansivo que unos y otros pretendían exportar más allá del Mississipi y del Missouri: si el sistema de plantación estimulado por una demanda internacional creciente o el derecho popular al asentamiento y la libre explotación, apoyado por el crédito privado y los intereses ferroviarios. La voluntad de los colonos y aventureros, en los estados que hacían frontera entre el Norte y el Sur, decidió en gran medida el resultado de este conflicto. Fue la frontera que utilizó el general Grant para internarse en el territorio de Tennesse e iniciar la campaña del oeste que rompería la línea defensiva de los confederados, mientras en paralelo el bloqueo de los puertos marítimos ahogaba el suministro de víveres desde el exterior. Y fue la misma línea de desgaste que consumió las fuerzas confederadas, ganando las adhesiones de muchos granjeros y de los esclavos huidos a la causa unionista.

Se ha dicho más de una vez que la Confederación sucumbió por un exceso de derechos de los estados, mientras que en el Norte Lincoln se impuso sobre los jefes militares de los Republicanos. Sin negar esto, Keegan apunta a la abrumadora superioridad de recursos humanos y materiales del Norte, frente al debilitamiento y el aislamiento del Sur, como causa principal del desenlace de una guerra que fue, por encima de todo, un conflicto de ideologías y de formas de vida, pues sólo así se explica la tenacidad de los contendientes, la pasión de los políticos, y la capacidad de resistencia a una sangría humana que costó la vida a un millón de personas. Y volviendo a Glazer: ¿quiénes eran los americanos al terminar el conflicto? Un pueblo devastado que había conseguido abolir la esclavitud pero que tardaría un siglo en alcanzar el ideal de una nación de naciones que proclamó la propaganda del siglo XX.

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