Cultura

La gran noche del mundo

  • Con 'El estandarte', Lernet-Holenia añadió un toque casi de novela gótica a los relatos sobre la extinción de la culta 'Mitteleuropa' ante la 'Grand Guerre'

Aprovechemos el centenario de Por el camino de Swann para decir algunas cosas. En la obra de Proust se recoge no sólo la memoria de una época, sino también el modo mismo en que el hombre recuerda; vale decir, los mecanismos internos de la memoria, que Freud ha consignado una década antes. Ortega, en enero de 1923, ya explica esta singularidad de Proust y la novedad psicológica, la originalidad formal, que su literatura apronta al siglo. Una novedad que consiste, sumariamente, en el alejamiento, en la conversión del pasado en una imprecisa multitud de sombras. Este carácter fantasmagórico de lo real (la distancia entre lo vivido y lo rememorado) es el que, de modo muy diverso, se halla en la obra de Joseph Roth, de Zweig, de Thomas Mann, de Leo Perutz, de Gustav Meyrink, de Von Hofmannsthal y de cuantos se dedicaron, como el Graves de Adiós a todo eso, a honrar las exequias de ese mundo que muere, estrepitosamente, en las trincheras de la Grand Guerre. Un mundo ordenado, previsible, burgués, cuya súbita evaporación se narra, con mayor énfasis que en otras novelas, de un modo más explícito si cabe, en El estandarte de Lernet-Holenia.

En su Prólogo, Ignacio Vidal-Folch recuerda que Magris no tiene en mucha consideración esta obra de Lernet-Holenia. Le reconoce el tono, la sugestión, el calor, pero no llega a considerarla una gran obra sobre la caída del imperio Habsburgo. No obstante, y a pesar de las reticencias de Claudio Magris, El estandarte de Lernet-Holenia posee una cualidad que la distingue de otras novelas dedicadas a tal periodo. Quizá de modo involuntario, El estandarte puede leerse como una novela gótica, como un relato de fantasmas. Y no porque lo sobrenatural haga aparición en sus páginas, sino porque los personajes, las situaciones, la propia forma en que concluye la obra, obligan al lector a deslizarse entre dos mundos (el mundo de la caballería decimonónica y las chimenas palaciegas, frente a las divisiones mecanizadas y el fuego de ametralladoras), que ofrecen una viva sensación de irrealidad a quien se abisma en la obra. Cuando Kusniewicz y Bufalino, en la segunda mitad del XX, novelen la caída del Imperio austro-húngaro, lo harán con el auxilio del historiador, y en consecuencia, con la visión cerrada y homogénea de un pasado remoto. Sin embargo, El estandarte, como La montaña mágica, como La marcha Radetzky, están escritas sobre el ascua de un ayer aún próximo; están escritas, por tanto, desde el propio interior anímico de aquella época. Esto implica que la sensación de ruina, de incertidumbre, de estupor, es de mayor magnitud en Lernet-Holenia que en Kusniewicz; pero también que en Holenia se expresa como intuición, como vago y fenomenal vislumbre, lo que en Bufalino es obra del dato desapasionado y cierto.

Probablemente, esta es la razón de que Lernet-Holenia enfatice, en el último tramo de la obra, el significado del estandarte que da título a la novela. En esa pieza de brocado se resume, no sólo el viejo honor de la caballería imperial, sino el modo en que el imperio se articuló hasta ese momento. Lo distintivo en El estandarte, sin embargo, no es este universal derrumbamiento, que ya conocíamos por Joseph Roth, etcétera, sino la forma espectral, paradójica, en que se opera. Para el lector actual, una novela del XIX exige cierto esfuerzo imaginativo que le permita la traslación, la inmersión en una sociedad y un ámbito que no es el suyo. En El estandarte, a pesar de que estamos a finales de 1918, es un ambiente decimonónico el que predomina. Un ambiente de aristocráticos jinetes y palcos operísticos, cuya normalidad sólo se ve rota por la intrusión momentánea de aquello que hoy llamamos el mundo moderno. La unánime cañonería, el tableteo de las ametralladoras, las enigmáticas máscaras de gas, se aparecen en esta novela como se aparece un ídolo arcaico, un dios hierático y cruento, ante la mirada del arqueólogo. Se produce así una doble irrealidad, quizá involuntaria, quizá imprevista para Lernet-Holenia: la irrealidad del imperio, el desmoronamiento de la culta y civilizada Mitteleuropa, que se disgrega en naciones hostiles, mientras sus personajes corren en busca de unos hogares, de una seguridad que ya no existe, y la más profunda irrealidad de un mundo que emerge entre el acero. Esta insólita perspectiva, quizá presente en El terror de Machen, es la que hace de esta novela, de algún modo más próxima a Anne Radcliffe que a Robert Walser, una obra destacable. El estandarte es, entonces, no el heraldo de un ayer idealizado, sino el estridente gallardete de una era mecánica.

Alexander Lernet-Holenia. Trad. Annie Reney y Elvira Martín. Libros del Asteroide. Barcelona, 2013. 352 páginas. 19,95 euros

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