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Cultura

El guardián del orden

  • El dibujante Chester Gould creó en los años cuarenta el personaje de Dick Tracy, un policía que representaba todos los valores morales y patrióticos de los Estados Unidos más conservadores

Toda cultura, todo país inspira o estimula ficciones que tienen por objeto preservar la propia cultura, el propio país. Son ficciones conservadoras destinadas a definir y consolidar los rasgos de identidad nacionales (o aquello que el sistema considera sus rasgos identitarios), ficciones integradoras que engordan el mito de la tribu, ficciones consoladoras que reivindican el espacio común como el mejor posible o, a lo sumo, el menos malo de los existentes.

A lo largo del siglo XX, la cultura popular estadounidense (literatura, cine, cómics, también canciones) ha llevado a cabo una labor de propaganda de una eficacia apabullante. A los resultados nos atenemos. Estas expresiones culturales han conseguido que una larguísima serie de hazañas y héroes acusadamente locales, ideados para un estricto consumo interno, se hayan convertido en gestas y paladines aplaudidos, incluso envidiados, fuera de sus fronteras. Tomemos el caso de Dick Tracy, el héroe de las tiras diarias dibujadas por Chester Gould a lo largo de treinta y seis años, un individuo ejemplar a la manera yanqui.

Dick Tracy es un tipo de ojos hundidos, nariz ganchuda y una mandíbula cuadrada muy del gusto norteamericano, enfundado en una gabardina amarilla tan chillona como emblemática. Es un policía de paisano (Nomen Omen: "Tracy" significa "valiente, aguerrido"), un guardián del orden, un portador de certezas, un campeón que jamás cuestionará las reglas del juego, osado quizás, pero obediente hasta la náusea. Ni una mancha en su hoja de servicios.

Tracy es sencillamente perfecto (a la manera yanqui, insisto). Es el tipo que todo niño o niña querría como papá, todo hombre como amigo, toda mujer como marido, y todo anciano o anciana como yerno. Sus adversarios son el perfecto contrario. Chester Gould presenta el crimen como monstruosidad, refrendando aquellas peregrinas teorías de Cesare Lombroso que relacionaban las taras físicas con taras morales y denunciaban la fealdad como un primer síntoma de la maldad que infecta a la persona; Gould exaspera aquella máxima según la cual la cara es el espejo del alma, y muestra a los feos como delincuentes en potencia.

Veamos algunos ejemplos. Flattop (1943-44), que pasa por ser una de las mejores aventuras del personaje, empezó a publicarse en vísperas de Navidad y mostraba a Dick Tracy acompañando dócilmente a su prometida en las consabidas compras navideñas, como Dios manda (El Día de Navidad, en la tira correspondiente, Gould interrumpirá la acción para desear felices fiestas a sus lectores y a los chicos que, entonces, estaban luchando en el frente). El malo malísimo es Flattop (Cabeza plana), un tipo de rostro grande y aplastado, ojos bovinos y una boquita de piñón que sugiere cierto afeminamiento, contratado por el hampa local para eliminar al policía. Fracasará y morirá en el intento, quién podría ponerlo en duda, y los enterradores que echan tierra sobre su ataúd sentenciarán que los que son como él acaban de la misma manera. El crimen siempre paga, es la consigna, ¡y qué manera de rendir cuentas! Al final de The brow (1944), el malo malísimo -un tipo con un rostro que parece un helado a medio derretir- recibirá el impacto de un tintero arrojado por Tracy, romperá una ventana, se precipitará al vacío desde varios pisos de altura y, por si no fuera suficiente, quedará ensartado en el mástil donde ondea la ubicua bandera con las barras y las estrellas. Es difícil hallar mayor ensañamiento en los anales del cómic.

Estas dos historias están construidas a hachazos, a base de forzadísimos giros argumentales que sólo consiguen descoyuntar el relato. Las estrategias dilatorias son elementales y la moralina, bochornosa, se subraya machaconamente en los diálogos. El dibujo de Chester Gould, muy rudimentario, parece hecho a propósito para situar al lector en un mundo maniqueo, primigenio. No obstante, la serie fue un éxito, y Gould pudo dibujar su criatura desde el 4 de octubre de 1931, fecha de su presentación en sociedad, hasta que se jubiló en 1977. Aunque no ardiera con la intensidad de antaño, la llama no se apagó. Dick Tracy pasó a manos de otros artistas gráficos y -tras haberse paseado por seriales radiofónicos, cinematográficos y televisivos a lo largo de los años- dio el salto al mundo de los videojuegos. En 1990, Warren Beatty dirigió una ambiciosa adaptación para la gran pantalla, al igual que los cómics, perfectamente olvidable.

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