arte

Como quien lame sus heridas

  • La galería Isabel Hurley exhibe 'El pan', de David Escalona, donde rememora desde el lirismo y el simbolismo, su infancia y algunos de los temas medulares de su poética

No es ésta la primera ocasión en la que este crítico se enfrenta a una exposición de David Escalona. Desde 2007 y en las distintas críticas que he ido firmando, siempre destaqué que Escalona era ante todo escultor, aunque había conseguido expandir su intransferible universo a otras disciplinas como el dibujo, la pintura e incluso la animación. Hoy, a la luz de esta muestra, El pan cabría revisar aquel juicio.

Escalona es escultor, pero su modo de resolver la escultura no sólo lo acerca a la instalación y lo ambiental, rasgos que ya había evidenciado en Dibújame un cordero (Madrid, 2008), sino que es, ante todo, un creador de atmósferas, esto es, que las sensaciones que emanan de sus piezas (intensidad, recogimiento, desasosiego, belleza…) consiguen colonizar el espacio expositivo hasta envolvernos, embargarnos y suspendernos merced al fuerte sentido escenográfico, al cuidadísimo uso de la luz, al puntual empleo del sonido que procede de sus vídeos y al profundo sentido sinestésico que gobierna su personalísimo mundo.

En El pan nos sumergimos, desde el lirismo y el simbolismo, en una rememoración de su infancia y del obrador de panadería de su familia en el que creció y donde sufrió un traumático accidente siendo niño. Accidente que supondría una prematura pérdida de la inocencia en tanto que le abrió las puertas a un conocimiento -si no revelación- del mundo, a una traducción de aquél desde el dolor, la enfermedad o la muerte, generalmente vetado -y por fortuna- a la mayoría de niños.

Pero Escalona no se sitúa a sí mismo como objeto de su creación -el pudor se lo impediría-, sino que sus vivencias y circunstancias le sirven para escenificartodos esos momentos y situaciones reseñadas anteriormente, indagando en la profunda relación entre vida y muerte, en la fragilidad del ser humano y su paradójica fortaleza para recomponerse ante el trauma y el dolor, en la regeneración y en el sacrificio y su sentido. Por tanto, Escalona nos vehicula desde lo individual a lo universal y nos revela lo soterrado y lo que tantas veces evitamos descubrir por su tremenda carga de violencia.

Una de las instalaciones visualmente más contundentes está compuesta por un conjunto de inmaculados mandiles de panadero que se arremolinan en torno a una mesa en la que descansa un cuerpo extraño. Esa mesa bien pudiera ser una artesa en la que se amasara el pan o bien una mesa de disecciones en la que descansara un cadáver en franca descomposición. Ante ella quedamos suspendidos en su desvelamiento, atrapados en un viaje pendular entre el temor y la curiosidad hecha fascinación. Tiempo para la transustanciación, para que un elemento se convierta en otro, como el pan en cuerpo o viceversa.

Aquí, Escalona parece insistir en algunos de los temas medulares de su poética, como la cercanía entre muerte y vida, la una como el envés de la otra, y cómo la primera genera la segunda. O la metamorfosis, concretamente ese cuerpo esquivo e informe que parece bascular entre dos realidades y estar en continuo cambio, algo que aprendió el Escalona niño en el espacio mágico del obrador, en el que con asombro asistía a cómo la masa madre fermentaba cambiando su apariencia y manifestándose como una presencia aterradora. La instalación posee unas evidentes resonancias antropológicas y religiosas: el pan que parece convertirse en cuerpo, al igual que el cuerpo muerto parece generar vida, es una alegoría del sacrificio, otro de los asuntos centrales en su trabajo.

Si este particular siempre fue tratado por Escalona a través de la figura privilegiada del cordero -animal que pudiera ser esa masa sobre la mesa-, no podemos evitar recordar cómo en la liturgia católica, el cuerpo de Cristo se transustancia en pan como metáfora y recuerdo de su sacrificio.

Otra pieza, el largo mural de malla que actúa como mosquitera con la que evitar que los insectos accedieran al obrador o como cedazo para tamizar la harina, resulta ser una delicada cartografía y un metafórico trayecto de la infancia. En él parecen quedar atrapadas las vivencias y tamizados los recuerdos: el estremecedor accidente, el pañuelo que quizás contuviese las lágrimas, la mano herida, los dientes que se pierden en ese periodo de la vida o la caja de cartón que escondía en el hospital con gusanos de seda que se convertirían en polillas, como las de uno de los vídeos que proyecta. Escalona evita el grito y usa el susurro, escapa de lo obsceno y apuesta por lo sugerente, elude lo explícito para crear el misterio, no aspira a lo desagradable pero sí a lo inquietante, a la belleza y al lirismo.

Además de su tradicional tratamiento exquisito de materiales como el alabastro y la porcelana, también incorpora materiales rudos y sin tratar y otros muy próximos a lo biográfico. Algunos de los últimos provienen del entorno familiar, como el pañuelo prendido en la malla o una antigua funda de almohada de sus padres que se presenta ligeramente manchada y en diálogo con el vídeo de las polillas, en el que una camisa de seda, también con una mancha -la herida sacrificial-, actúa como fondo al apareamiento de dos polillas, preámbulo del nacimiento de nuevos individuos y la consecuente muerte. Esos materiales acrecientan aún más la implicación personal en sus obras. La funda, debido a su naturaleza textil, tiene impregnados los olores que el olfato, el más directo y menos intelectualizado de los sentidos -el más animal y atrofiado a su vez-, convertirá en recuerdos poniendo en marcha lo evocador. Quién no ha olido a pleno pulmón una prenda familiar hasta llenarse de recuerdos y sensaciones.

Las piezas en las que lo que asemejan ser jirones de piel se clavan en tablones de madera y en un bastidor, además de rastros de lo humano, parecen ser metáforas de la regeneración: de una muda de piel o, como ocurre con algunos insectos durante la metamorfosis, de un abandono del capullo para nacer como individuos distintos superados ciclos vitales anteriores. Lo trágico y dramático parecen ser la introducción de un nuevo estado, de la superación de lo que cargábamos despojándonos de ello.

Cierra la exposición un vídeo que actualmente se proyecta en su otra exposición individual: Con olor a sangre en la nariz, en Granada. Éste es una metáfora de lo que es la creación artística en este momento para David Escalona: medio para la catarsis y lo reparador. En él, el artista da de beber con sus manos a un perro que, al saciar su sed en ese improvisado cuenco humano, lame y restaña las heridas que acompañan a Escalona desde su infancia. Como quien lame sus heridas, el arte puede ayudar a curarlas.

David Escalona Galería Isabel Hurley Paseo de Reding 39-bajo, Málaga Hasta el 19 de noviembre

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