Cultura

Con la mano sobre el Evangelio

  • El musical de Jacinto Esteban dedicado a la gran figura malagueña de la copla mantiene intacta su capacidad de emoción trece años después de su estreno

Quienes amamos la copla y somos tan asquerosamente jóvenes lamentamos, a pesar del revival que parece experimentar el género (concursos televisivos mediante), no haber podido disfrutar de las grandes estrellas que la interpretaron en los teatros, su medio natural. Aquí donde me ven, habría dado ciertas partes de mi anatomía por ver a Juanita Reina en su época de gloria y en un escenario radiante. Por eso, resulta de agradecer que el musical dedicado a Miguel de Molina que Jacinto Esteban echó a rodar desde Málaga hace ya trece años mantenga intacta su capacidad de emoción, tal y como demostró ayer la función en el Alameda: la artesanía con la que está resuelta la puesta en escena remite a cierto teatro de antaño, territorio de cómicos y cantantes. Incluso detalles que no deberían estar, como la polvareda que levantan algunos vuelos de bata de cola del cuerpo de baile, se gustan como detalles de un recuerdo que se niega a parecer ruina. Sólo estorban los micrófonos, tan aparatosos. El mérito de un espectáculo mantenido firme en sus alcances durante tantos años es innegable, y ahora el centenario del genio parece haberles dado la razón. El público que asistió se entregó sin reparos y al final de cada copla había que callar a los entusiastas que continuaban los aplausos y el jolgorio, oiga, callen que los actores están hablando. No es arqueología, sino memoria, la que muchos recibimos de boca de nuestros padres y abuelos. Verla materializada es un placer.

Lo mejor de Miguel de Molina sigue siendo el repertorio, que Rafael Acejo maneja ya como el jarrillo lata más señero de su alacena. El corazón y los pies se van a la par en Triniá, La hija de Don Juan Alba, El agüita del querer, Te lo juro yo, y el descaro de Don Triquitraque, con la que ayer Acejo mantuvo un interesante tú a tú nada menos que con el alcalde, Francisco de la Torre, que veía el espectáculo calladito desde la primera fila. A ello se suma la natural soltura del montaje a la hora de pasar, a lo largo de la tenebrosa historia de lamentos y exilios, de la risa al llanto de la mano de un equilibrado Pepe Salas, que físicamente remata lágrimas con carcajadas sin menoscabo de su credibilidad. Que un siglo no es nada.

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