Cultura

La matemática del espejo

Teatro Cánovas. Fecha: 15 de noviembre. Producción: Centro Andaluz de Teatro y Centro Dramático Galego. Texto: Ramón del Valle-Inclán. Adaptación y dirección: Francisco Ortuño. Interpretación: Carlos Álvarez-Novoa. Aforo: Lleno (función para estudiantes).

Decía Petrarca que quien aspirara a ser poeta lo primero que debía hacer era adoptar el griego como lengua materna, y a partir de ahí hablaríamos. Max Estrella, trasunto de Alejandro Sawa, pertenece a esa estirpe: vive en un mundo que no le pertenece, al que no reconoce (su ceguera es la mejor expresión de esa tara) y que continuamente le echa en cara ese desarraigo al acusarle de lo ilustrado de su lenguaje, como si un rinoceronte fuera un bicho raro por tener un cuerno. Valle-Inclán vivió esa tragedia en carne propia, anclado en un país que no entendía y que tampoco le entendía a él (¿lo hizo alguna vez en la posteridad?), en parte también por hacer caso al amante de Laura. Y lo mismo se puede decir de Carlos Álvarez-Novoa (menudo fichaje hizo en su día el Centro Andaluz de Teatro), que compone con magisterio abrumador un Max Estrella en el que vierte toda su sabiduría filológica (Luces de Bohemia fue el objeto de su tesis doctoral) y escénica (el mismo actor recordaba poco antes de la función de ayer la primera vez que encarnó al personaje, hace treinta años) hasta alumbrar una criatura conmovedora hasta las entrañas. Así que el teatro del que hablamos aquí, digámoslo de una vez, es de altura, y de verdadera justicia.

El primer motivo por el que La noche de Max Estrella merece numerosos elogios es su recurso (por fin) a Valle-Inclán como un autor contemporáneo. Que en su mensaje el genio gallego anunció con creces la cacería que había de venir ya lo sabíamos; pero también es Valle-Inclán un visionario de la escena, de la estética, del cómo se emite ese mensaje. Cuando anuncia el esperpento, la matemática del espejo cóncavo y la deformidad como naturaleza humana, está lanzando ideas políticas e históricas, pero también teatrales. Abunda demasiado en el teatro español reciente un Valle-Inclán poco valiente en este sentido, complaciente con las formas tradicionales, cuando él mismo, en su obra, está sentando las bases de un teatro que está por hacer y que quiere ser visto de otra forma. El verdadero quid de la cuestión es hacer un teatro auténticamente esperpéntico, para lo que no basta con llenarlo de seres desarrapados y ambiente en claroscuro. Hay que traducir esa matemática, la del fondo del vaso, para ofrecer la imagen de la España real, y cada creador escénico debe hacerlo a su manera (Valle-Inclán, al contrario que Brecht, no dejó demasiadas instrucciones al respecto). Si Shakespeare y hasta Calderón son continuamente representados en virtud de la multiplicidad de significados, ¿por qué no habría de serlo Valle-Inclán, quien dio argumentos de sobra para ello?

El verdadero mérito de Francisco Ortuño, por tanto, reside en su interés por acercarse al esperpento de Luces de Bohemia desde dentro, en su acepción más teatral. Para ello, se mete en la cabeza del Max Estrella ciego y lleva hasta allí al espectador. Carlos Álvarez-Novoa, en un quiebro quijotesco, está solo en escena, como Estrella en el mundo, y del resto de personajes sólo se oyen sus voces, tal y como sucede en la maltrecha intuición del protagonista. El resultado, además de un prodigio técnico en la recreación visual y el armamento de la arquitectura sonora (en la que participan más de veinte actores únicamente a través de sus voces), es una aproximación a los entresijos de un personaje de una profundidad inédita. Valle-Inclán habría dado el otro brazo. Y un servidor, de ustedes, no se la perdería.

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