Cultura

La música de la conversación

  • Se cumple un cuarto de siglo de la desaparición de Jaime Gil de Biedma, poeta de obra escasa, depurada y exigente que ha alcanzado en estos años la condición de clásico

Veinticinco años después, la muerte de Jaime Gil de Biedma remite a un tiempo en el que su ascendiente impregnaba buena parte de la poesía española, ocupada por entonces en una polémica -la experiencia, la diferencia, todo aquello- que tuvo episodios chuscos o divertidos y bastante reflejo en los medios. En las décadas anteriores, los versos del autor de Las personas del verbo habían traspasado el circuito siempre reducido de los aficionados al género y llegado a un público más amplio que los incorporó a su educación sentimental, haciendo del poeta una figura muy conocida para los parámetros del gremio. La vida noctámbula que compartió con otros integrantes de la generación del medio siglo, el abandono de la poesía en su última época o una muerte relativamente temprana ya habían otorgado a su figura, siempre seductora, una aureola como de leyenda. Más recientemente, la minuciosa biografía de Dalmau y el irregular filme de Monleón, basado en aquella, acabaron de convertir a Gil de Biedma en un personaje. Aunque preservando en parte de la exhibición el territorio de la intimidad, él mismo lo había hecho en bastantes de sus poemas, pero todo esto es anecdótico a la hora de valorar su contribución -sin duda muy relevante, no sólo por el poderoso influjo que proyectó en la generación posterior- o la vigencia actual de su legado.

En relación con la polémica mencionada, hay que precisar, por una parte, que el concepto de poesía de la experiencia, inspirado por la obra homónima de Robert Langbaum, tiene poco que ver con la burda caricatura que han trazado sus adversarios. Pero también que no puede atribuirse a Gil de Biedma la deriva epigonal que devaluó, como ocurre siempre, el impulso original en una fórmula más o menos intercambiable. Y que en todo caso, al margen de las modas o de las teorías, entre los poetas que reconocieron su magisterio en aquellos años 80 se cuentan algunas de las voces más valiosas de las últimas décadas. Que no falten otras que siéndolo igualmente han ido por otro lado, no autoriza a cuestionar una línea muy fecunda que enlaza con Luis Cernuda y su lectura de T.S. Eliot, autor fundamental para Gil de Biedma y para todos los interesados en la poesía del siglo XX. Se ha señalado muchas veces, pero conviene insistir en que bajo la claridad de los versos de Gil de Biedma, que los hace inteligibles para cualquier lector, hay muchas capas de sentido y una idea muy precisa y meditada -muy exigente- de lo que debe ser un poema, más allá de lo que tenga de confesional o del grado de complicidad o empatía que pueda suscitar lo que nos cuenta.

Autor de obra escasa, algo menos de un centenar de poemas distribuidos en tres entregas, Compañeros de viaje (1959), Moralidades (1966) y Poemas póstumos (1968), Gil de Biedma fue no sólo un gran poeta sino una inteligencia crítica de primer orden, como demuestran los ensayos reunidos en El pie de la letra (1980). Junto con el célebre Diario del artista en 1956 (1991), publicado parcialmente en vida como Diario del artista seriamente enfermo (1974), y otro correspondiente a 1978 -aún inédito, al parecer custodiado por la agencia de Carmen Balcells-, los títulos citados abarcan toda su obra en verso o en prosa, a la que podrían sumarse las Conversaciones (entrevistas) reunidas por Javier Pérez Escohotado (2002) y el epistolario, de obligada lectura, editado por Andreu Jaume (2010). El Diario, incluido su impagable Informe sobre la Administración General en Filipinas, es un libro interesante, pero acaso sobrevalorado por su carácter excepcional en la España de aquellos años. En cambio los ensayos, además de aportar un complemento de enorme valor a la hora de entender y apreciar su obra poética y el linaje en el que se inscribe, se cuentan entre los más originales, brillantes y perspicaces de la segunda mitad del siglo. Se nota en ellos que en Gil de Biedma, pese a la emotividad que a menudo destilan sus versos, predominaba la veta reflexiva.

Ya se ha aludido a la influencia de la tradición anglosajona de la mano de Eliot, también de Auden o de Larkin, que se manifiesta tanto en la arquitectura de los poemas como en la búsqueda de la precisión, en la indagación sentimental, el uso del monólogo dramático o los registros coloquiales. Lo que el primero llamaba la "música de la conversación", el gusto por la exactitud o la ironía, caracterizan una poesía trazada con rigor de geómetra que trata, como afirmó famosamente su autor, de dos temas fundamentales: "el paso del tiempo y yo". Un yo y un tiempo que Gil de Biedma supo elevar a categoría. Por eso, frente a quienes sostuvieron que se trataba de un poeta solvente, pero al cabo menor, su obra no ha dejado de ser leída y celebrada y tiene ya ese aire -siempre incitador, siempre actual- de los clásicos.

Otra cosa es el mito, que sigue atrayendo como un imán y por razones no estrictamente literarias. Es verdad que la banalización de la figura de Gil de Biedma como una especie de mártir de la homosexualidad, no sólo le habría desagradado profundamente, sino que se compadece mal con un hombre que nunca hizo alardes en público y trató del amor o del erotismo de un modo que cualquiera puede sentir como propio. Pero no nos referimos a esa visión sesgada, sino al estereotipo que tanto él como sus compañeros de la Escuela de Barcelona encarnaron tan exitosamente: "señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de poesía social", según la memorable caracterización del poema que abre Moralidades. Refinados, excesivos, inteligentes, cosmopolitas, tuvieron la lucidez suficiente para ejercer la autocrítica. Abominaban con razón de la mediocridad franquista y eligieron el hedonismo como forma de ejercer la disidencia. No es encadenando las borracheras como se acaba con las dictaduras, pero hay muchas formas -y todas valen- de dar la batalla.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios