Cultura

Los nuevos museos de Málaga

  • Tanto el Pompidou como el Ruso tienen limitaciones, pero la visita es conveniente: por las obras de interés y por la oportunidad que ofrecen para repensar una política cultural rigurosa

Los museos siempre ofrecen la oportunidad de disfrutar de una obra señalada. Poco tiempo se precisa para entrar en el Prado y detenerse ante Los fusilamientos del 3 de mayo, o cruzar las salas de la National Gallery hasta La Virgen de las Rocas. Basta encontrar la hora débil del turismo, pues las obras siempre están ahí, preservadas, disponibles. Los centros de arte exigen más. Su fuerte es el discurso, aplíquese a su colección, que puede ordenarse de diversas formas, o a la exposición temporal, que suele ofrecer nuevos horizontes artísticos ahormados con ideas también novedosas. Son dos valores distintos: el museo ofrece la gran obra singular y el centro de arte, trabajos y discursos novedosos.

En el Pompidou-Málaga no es fácil encontrar ni una cosa ni la otra. Hay firmas importantes pero no obras concluyentes. Por otra parte, al recorrer las salas, la impresión dominante es la de seguir un muestrario de piezas: más que la colección de un centro de arte, parece una exposición temporal que busca sobre todo enseñar un grupo de obras y para ello las reparte bajo epígrafes que no llegan a conformar un discurso.

No quiere esto decir que el centro carezca de obras de interés. La musa dormida (Brancusi), El encapuchado (Julio González), La violación (Magritte) o las dos obras de Fautrier que evocan el terror nazi en la Francia ocupada, marcan la impronta de las vanguardias artísticas, junto al irónico autorretrato de Tinguely, el lirismo de Chagall y, entre las obras de Picasso, la Cabeza de mujer, retrato de Marie Thérèse Walter. Entre los contemporáneos, destacan cinco vídeos de otras tantas mujeres: Ana Mendieta habla del dolor, Valie Export se autolacera ante la foto de dos niños víctimas del Holocausto, Carolee Schneeman une performance y collage, Yoko Ono enfrenta el ojo fijo de la cámara al humano, parpadeante, y Rineke Dijkstra filma en primer plano a niños que miran un cuadro de Picasso, hablan de él y sintonizan con él. Otras obras contemporáneas de interés son el autorretrato de Francis Bacon, la escultura-intalación de George Segal, el cuadro de Baselitz, la burlona pieza de Orlan, El beso de la artista, y la vídeo-instalación de Tony Oursler.

Pero estas obras alternan con otras no demasiado representativas de sus autores (caso de Picabia, Ernst, De Kooning, Léger, Le Fauconnier, Dufy, Dubuffet, De Chirico o Calder, entre otros), mientras otros artistas parecen algo sobredimensionados. Los españoles parecen incluidos por compromiso: las obras de Tàpies o García Sevilla no son las de mayor interés de sus ejecutorias. Todo esto hace pensar que el Pompidou de París ha sido con el de Málaga mucho menos generoso de lo que el Guggenheim de Nueva York lo fue con el de Bilbao.

El Cubo, emblema del edificio del Centro, merece también un comentario. El diseño de color, obra de Daniel Buren, es sugerente, pero su carácter, fuertemente ornamental, hace pensar con nostalgia en el joven rebelde Buren, que quiso invadir el hueco central del Guggenheim con un gigantesco tejido de franjas de color. Quizá su propuesta actual debía acercarse a lo espectacular y sintonizar así con el objetivo del Centro, más cercano a atraer turistas que a impulsar el arte.

Parecido objetivo parece perseguir la implantación del Museo de Arte Ruso. Alejandro III quiso crear ese museo con obras exclusivamente rusas. Nada tiene que ver, pues, con la colección histórica del Hermitage, iniciada por Catalina la Grande, ni con las piezas modernas del Museo Pushkin de Moscú. Las obras instaladas en Málaga (que en cierto modo conectan con las del Museo Carmen Thyssen) tienen más valor cultural que artístico. Si las piezas primitivas señalan la recepción rusa del arte y pensamiento bizantinos, las del XVIII y XIX marcan su absorción casi mimética de los modelos académicos europeos. Las propuestas realmente originales sólo comienzan hacia 1910. Son pocas pero intensas: obras de Rózanova y Altmann, un Chagall de primera hora, un Ródchenko, dos Malevitch y sobre todo, Modelo, un excelente cuadro de Tatlin que a la sensualidad del desnudo añade el modo en el que un cuerpo puede hacer vibrar el rectángulo del lienzo. La muestra temporal, dedicada a Diaghilev, permite rastrear el simbolismo ruso (Isaak Levitán y Nikolai Kálmakov), la corrección de Lev Bakst (maestro de Chagall) y los escenarios de Bilibin.

Tanto el Pompidou-Málaga como la colección del Museo Ruso tienen limitaciones. Nacen éstas de la misma voluntad que inspira esas propuestas: promover el turismo cultural, una iniciativa con éxito inmediato pero con riesgo de hipotecar el futuro. Esto, sin embargo, no impide la conveniencia de la visita: además de encontrar obras de interés, permite repensar cómo debería ser una política cultural rigurosa.

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