Cultura

La ofrenda del whisky y la miel

  • Los últimos cumpleaños de Francisco Ayala se convirtieron en una celebración entre íntima y mundana a la que el escritor correspondía con reflexiones aceradas e irónicas sobre la edad

Nos habíamos mal acostumbrado los lectores de Francisco Ayala a subir con él cada 16 de marzo otro peldaño en la escala de su larga y fructífera existencia. Los amigos y conocidos participaban ufanos en la ceremonia de enviarle a casa botellas y botellas de whisky o montañas de tarros de miel. El escritor seguía siendo leal al trago vespertino (o matutino) pero en los últimos cumpleaños le era imposible (a él o a cualquiera) satisfacer la cortesía de descorchar todos los regalos. La ofrenda de whisky y miel era una especie de rito de la longevidad. De la longevidad y de la lucidez, pues los cumpleaños no mellaban el cuchillo afilado de su inteligencia. Ayala, también puntualmente, devolvía el cumplido de los regalos con una de sus fascinantes comparecencias en las que hablaba de sí mismo, de su tiempo (que era el del siglo XX completo y los comienzos del XXI), de su edad, de su obra y, por supuesto, del futuro.

El catálogo de sus declaraciones de cumpleaños es deslumbrante. "Mi edad ya no es cierta, sino incierta. Lo correcto sería hablar de mi incierta edad. No sé cuándo se terminará, cuándo bajará el telón. Pero el caso es que sigo aquí", dijo el año pasado. Sus palabras desacreditaban cualquier síntoma de protocolaria gravedad o impostura. A los 102 advirtió: "La gente viene a ver el prodigio de la vejez que no se acaba; que no se acaba de manera imprudente". Y luego protestó. "Estoy harto de ser Francisco Ayala". A los 101 la preguntaron sobre la edición en facsímil de la revista Realidad. "Mire usted", respondió Ayala, "no me pregunte por la revista porque yo soy un facsímil de mí mismo". Y en otra ocasión aseguró ser un "usurpador" de su persona.

La vida de Ayala fue ancha y fecunda y sintetizarla es un atrevimiento condenado al fracaso. Comprende desde el año 1906, cuando vino al mundo en el número 8 de la calle San Agustín de Granada a ayer, cuando el debilitamiento progresivo acabó con su vida. Entre ambas fechas late toda una vida intensa, de compromiso, con una rara coherencia moral y sentido intelectual que transcurre paralela a un siglo tan ilusionante como tormentoso. Ayala sufrió cada una de sus inconsecuencias, desde el ascenso de los totalitarismos en Europa a la guerra civil española y el exilio, pero también participó en cada una de sus invenciones decisivas, incluida la aparición del cine. En Granada vio sus primeras películas y luego nutrió su afición en Madrid, adonde la familia se trasladó en 1922.

Tragicomedia de un hombre sin espíritu fue su primera novela. Su caudalosa vida se puede resumir como una sucesión de frases telegráficas. Amplió sus estudios de Derecho en Berlín. En 1931 fue nombrado vicepresidente del Comité Paritario de la Construcción de Madrid y entró en la redacción del periódico Crisol. Un año después ganó las oposiciones a letrado de las Cortes. El 18 de julio le sorprendió en Hispanoamérica. Regresó inmediatamente a España y se puso al servicio del Gobierno legítimo. El 6 de febrero, derrotada la República, abandonó España y se dirigió a París. A comienzos de abril se embarcó hacia La Habana y el 10 de agosto llegó a Buenos Aires. En diciembre de 1940 publica en la revista Sur su primer libro en el exilio, Diálogo de los muertos (Elegía española).

La década de los 40 fue muy fecunda. Aparecieron, entre otros, su Tratado de sociología y libros de creación tan importantes como Los usurpadores y La cabeza del cordero. En 1950 se trasladó a Puerto Rico y, tras un primer semestre como colaborador, logró una cátedra de Sociología en la Universidad de Río Piedras. En 1957 abandonó Puerto Rico y se marchó a vivir a Estados Unidos, donde impartió clases de Literatura Española durante un semestre en la Universidad de Princeton.

Su regreso a España aconteció en el verano de 1960. Fue una visita esporádica que se repitió en años sucesivos. Una conferencia en la Universidad de Santander fue su primer acto público en España tras la guerra.

A comienzo de los 70 apareció El jardín de las delicias e inició su relación con la que sería su segunda esposa, Carolyn Richmond. En enero de 1977 pronunció su primera conferencia en Granada. Acababa de cumplir 71 años. De 1982 es el primer volumen de sus memorias, Recuerdos y olvidos; dos años después se convirtió en académico de la Lengua. Desde entonces ha recibido prácticamente todos los premios que existen en España, desde del Cervantes al Nacional de las Letras o el Príncipe de Asturias. En 1996 se creó la Fundación Ayala en Granada, a la que el escritor ha contribuido con libros y documentos de valor extraordinario. Su centenario fue uno de los actos más importantes del año cultural. Y así debía de haber continuado porque, en el fondo, muchos estábamos convencidos (y a las pruebas nos remitíamos) de que Ayala era, si no eterno -porque no creía en la eternidad-, al menos indefinido.

Cuando el escritor llegó a los 98 y comenzaron los preparativos del homenaje, la frontera de la supervivencia se estableció en los 100, pero tras superar el siglo los años siguieron cayendo con una asombrosa puntualidad -y con el mismo ruido gozoso e irónico de los anteriores- en el dilatado balance de su biografía. 101, 102 y, en la primavera de este año, 103. Muchos ya ha habíamos imaginado cómo sería el 104: otra aparición de Ayala agarrado del brazo de su mujer, Carolyn, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, otra comparecencia ante los periodistas, ávidos de nuevas ironías, y la ritual visita a la patria de su infancia. El próximo 16 de marzo Ayala no estará, pero quizá se siga cumpliendo el rito del whisky escocés y las montañas de miel como celebración de su memoria.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios