Cultura

A palabra cantada, teatro entero

Teatro Cánovas. Compañías: El Brujo y Centro Andaluz de Teatro. Texto: Fernando Quiñones. Adaptación, dirección e interpretación: Rafael Álvarez 'El Brujo'. Aforo: Unas 370 personas (lleno).

Un testigo es alguien que cuenta algo que ha visto a otros que no lo han visto. En el caso de El testigo de Quiñones, el protagonista habla de un mundo que termina. Y en la genial recreación que El Brujo hace de este texto, el testimonio llega a ser lo de menos en la medida en que el mismo protagonista es parte viva, inocente e inconsciente, de ese mundo del que pretende dar cuenta. El montaje es una de las radiografías más certeras que aquí su servidor haya contemplado de cierta idiosincrasia andaluza ya extinta, al menos dentro de los perímetros urbanos, la criada a base de vino, compás, pocas caricias a la parienta y solemnidad de confesión absoluta cuando se pretende dar vueltas y más vueltas a cualquier tontería digna de olvido al siguiente párrafo. El Brujo ha acentuado cuanto de cervantino reside en El testigo, y lo ha hecho con acierto, al exponer a un personaje quimérico en parte y en parte atado a la tierra, altanero en una postura y a la siguiente chabacano y rústico, como encarnación de Quijote y Sancho cual Jano bifronte. La misma esencia de la literatura española, realista como quieren los filólogos, pero también mágica como pregonan a voz en grito las mayores obras (no con la efusividad de la Chanson de Roland, de acuerdo, pero precisamente en la discreción halla lo fantástico su mejor revelación), descansa en cada frase. Y, al igual que en buena parte de la literatura española (perdonen los puristas), lo importante no es lo que se cuenta sino quién lo cuenta. Aquí, Miguel Pantalón puede ser un gitano cualquiera o el más grande cantaor de todos los tiempos. Todo depende de por lo que le dé al testigo, que no hace más que apelar a la memoria. Todos los personajes de sus historias están muertos, descansen en paz. Sólo queda él para contarlo. Ha visto y ha creído.

Tal y como El Brujo confirmó ayer en el entremés que sirvió después de que el público se pusiera en pie, con Quiñones más que cumplido, El testigo constituye una continuación lógica a sus anteriores espectáculos, Una noche con el Brujo y El caballero de la palabra, su personalísima revisión de El Quijote. Ambas están construidas sobre el compás, la amalgama en la que el verbo contado (antes que encarnado: eso queda por ver en su también recién estrenado Evangelio según San Juan) se deja invadir por el tiempo y cobra sentido. Aquí el mismo compás no tiene tanto misterio, se materializa en lo inconsciente de la bulería, la soleá y la seguiriya, patrimonio de ese mismo mundo que termina, que no nace en un teatro sino en una mesa sobre la que reposa una botella de vino. Esa naturalidad tiene un doble efecto: uno negativo, si se quiere, por el que al desprenderse del mito (la familia sostenía el mito en los dos montajes antes citados) el discurso escénico de El Brujo rebaja un tanto su asombrosa capacidad de emoción, de atravesar el corazón del que oye; y otro positivo en la medida en que ofrece una resolución perfecta al devolver el tesoro de la palabra hablada, o mejor cantada, el material con el que el lucentino viene haciendo su teatro desde hace treinta años, a su legítimo propietario: el público. De cualquier forma, El Brujo es el grandísimo actor de siempre, perfecto, abrumador. Libre. Él.

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