Los panes y los peces

La piel del otro

  • El caso de la traducción de la poeta y activista estadounidense Amanda Gorman en Europa delata, más allá de que se trate de una operación comercial, el infantilismo de nuestra época

La poeta Amanda Gorman, durante la ceremonia de toma de posesión de Joe Biden.

La poeta Amanda Gorman, durante la ceremonia de toma de posesión de Joe Biden. / Erin Schaff / Efe

Entre los diversos oficios con los que me voy ganando la vida está el de traductor. Empecé a practicarlo de forma desinteresada, por el placer y el deseo de recrear en mi lengua “un código extranjero de conciencia” (Auden dixit) y disfrutar de los dones de la imaginación. Pocas alegrías conozco tan profundas como la de sentirme el intermediario, el artífice a través del cual se establecen nuevas conexiones no solo entre los distintos idiomas, sino también, por extensión, entre los distintos lenguajes artísticos, los distintos estratos de la inteligencia humana y de la realidad. La traducción es la madre de la cultura, la cultura misma, una manera de saltarse los códigos simbólicos -los idiomas, las banderas, los credos- con los que afirmamos nuestra pertenencia a un clan, a una etnia, a una nación; la posibilidad de ponerse en la piel del otro, de lo otro, para comprender, entre otras cosas, en qué consiste la libertad, y defenderla.

Por eso es curioso lo que está ocurriendo en Europa con la obra de Amanda Gorman, la poeta y activista negra de veintidós años que se dio a conocer en la ceremonia de la toma de posesión de Joe Biden. Gorman leyó un poema sobre la lucha por los derechos civiles, contra la opresión y la injusticia, contra el racismo y la discriminación. Aludía en él al final de una época oscura y a los primeros rayos de luz de un nuevo amanecer. Sin entrar a juzgar cuánto de poesía y cuánto de simple retórica hay en su obra, lo cierto es que conmovió a mucha gente y las editoriales de medio mundo se apresuraron a aprovechar el filón. En Holanda, se le encargó a Marieke Lucas Rijneveld (ganadora del último Premio Booker Internacional por La inquietud de la noche, una magnífica novela publicada en español por la editorial Temas de Hoy) la tarea de traducirla. Rijneveld, que se define como una persona de género no binario, es decir, ni hombre ni mujer, había recibido el visto bueno de la propia Gorman, pero renunció tras una campaña en las redes sociales en la que se dudaba de su idoneidad para llevar a cabo la tarea por no pertenecer a “la cultura” de la autora, es decir, por no ser afrodescendiente. Renunció, pero de buena gana, aceptando, tanto en su declaración pública como en un poema posterior, las razones que la cuestionaban. Renunció, como quien dice, por el bien de la causa. Víctor Obiols, el encargado de traducir a Gorman al catalán, no sufrió la presión de ninguna campaña y no se le pasó por la cabeza renunciar. Hizo su trabajo lo mejor que supo y lo presentó a los editores, pero esta vez fueron la propia poeta y sus agentes literarios quienes lo desecharon: querían a un nativo catalán, activista y afrodescendiente (casi nada).

Cuanto más se diluye el sentido de pertenencia, más se exacerban los nacionalismos

Vivimos en una época interesante, sin duda, aunque no tan singular como nos gustaría creer, una época de decadencia, parecida al periodo helenístico y a los últimos siglos del Imperio romano, los estertores de otro proyecto de globalización. Cuanto más se diluye el sentido de pertenencia debido a la homogeneidad cultural, más se exacerban los nacionalismos, esos romanticismos de la identidad. Amar lo tuyo, alabarlo y defenderlo no solo es legítimo, sino hasta deseable, y lo es precisamente porque se trata de un sentimiento universal. Pero afirmar lo tuyo mediante el rechazo de lo ajeno, mediante la deshumanización del otro, sentirte con el derecho de maltratar por haber sido víctima de una injusticia histórica es una vía que conduce indefectiblemente a la miseria y a la autodestrucción. Ya hemos comprobado de sobra lo fácil que es pasar de víctima a verdugo (que les pregunten, si no, a los palestinos).

Esta facilidad para devenir aquello que se combate, para cruzar la línea, se debe, en gran parte, a la atrofia de la imaginación. La empatía nace de la capacidad de imaginar, de comprender. Si anteponemos la identidad a la imaginación, aunque lo hagamos en nombre de la cultura, dejamos de comprender y nos convertimos en seres peligrosos y ridículos, por muy justas que nos parezcan nuestras razones.

No hace falta, sin embargo, cargar las tintas. El caso de Amanda Gorman no es más que una operación comercial, una de las muchas que vemos a diario. La campaña en las redes ha hecho las veces de estudio de mercado para que las editoriales y los agentes comercialicen el activismo del modo más rentable posible y a costa, también, de la vanidad de Gorman y de Rijneveld, cuyos motivos, respectivamente, tanto para censurar como para renunciar, son la justicia social y la libertad. Y en esto sí puede afirmarse la singularidad de nuestra época, en este infantilismo, esta conciencia exagerada de la propia importancia que impide a tantos percatarse de su condición de producto (pregúntenles, si no, a la gran mayoría de los usuarios de Twitter) y de la verdadera causa de su lucha, que no es la de las grandes palabras, sino la de la estrechez de miras y la mediocridad.

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