Cultura

El señor de los cuernecillos

La producción comercial disfrazada de cine independiente y la superproducción de efectos especiales barnizada de cine de autor son dos hallazgos que han dado oxígeno comercial y crítico al último Hollywood. Algo así como esos carísimos vaqueros rotos de firma con los que, a la vez, estar a la última y parecer informal. Desde que tras su apreciable ópera prima, Cronos (1993), rodada en su México natal saltara a Hollywood con Mimic (1997), Guillermo del Toro se ha convertido, junto a su connacional González Iñárritu, en uno de los símbolos mayores de estas estrategias. González Iñárritu, en versión comprometida-realista con sus 21 gramos o Babel y Del Toro en versión onírico-fantástica representan, como latinos establecidos en Hollywood y situados en la cresta de la industria haciendo como que no lo están, lo mismo que Soderbergh o los Coen -el primero saltando con toda naturalidad del universo lounge de Las Vegas a la revolución cubana, los segundos presentando en los festivales más glamourosos películas cuajadas de estrellas bajo la etiqueta de cine independiente- puedan representar para el cine hollywoodiense realizado por nativos americanos.

Por ello Del Toro patina cuando se mete en vericuetos que exceden sus límites, como le sucedió en El espinazo del diablo y en mucha mayor medida en El laberinto del Fauno, pero cuando se circunscribe a ellos acierta. Estos límites son los de un caro cine-tebeo de acción y efectos especiales inteligentemente barnizado de distancia irónica, creativamente realzado por la invención de criaturas que -pese a su carácter repetitivo- presentan perfiles más sugestivos de lo habitual en el género y astutamente ennoblecido por reiteraciones temáticas y visuales que dan la sensación de estar frente a un autor que, de película en película, va tejiendo un mundo temática y visualmente propio. Así le sucedió en la ya citada Mimic (1997) y en las posteriores Blade II (2002) y Hellboy (2004), siendo muy superior la segunda a la primera. Y así le sucede en esta secuela de Hellboy que, tal vez por la sugestión de estar preparando El hobbit, programada para prolongar los éxitos tolkenianos de la trilogía de Jackson, está por completo supeditada a los planteamientos temáticos y los hallazgos visuales de El señor de los anillos.

Todo empieza de la misma manera, con un combate de mitológicas proporciones. Todo prosigue de la misma manera, con la fabricación en las entrañas de la Tierra de un ejército invencible. Todo continúa de la misma manera, con las tres piezas que forman una corona que dotará de un poder inmenso a quien logre encontrarlas y unirlas. Y todo se circunscribirá -con un toquecito guerragaláctico de princesa en fuga- a la lucha entre el poder oscuro que quiere apoderarse de la corona y los héroes que pretenden impedirlo. Sobre esta base tolkeniana con toques galácticos, Del Toro extiende con habilidad sus laberintos, sus criaturas-larva, sus monstruos, sus insectos y sus ángeles siniestros hasta lograr una entretenida pizza de digestión ligera a la que se le puede reprochar una excesiva acumulación-exhibición de efectos especiales. En esto el mexicano cumple también una de las máximas de la industria americana: que cada dólar invertido se vea en la pantalla. Aunque esta acumulación también puede deberse a lo que de charro -recargado, abigarrado, de mal gusto- por origen haya en él.

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