Arte

Sobre las sucursales de los grandes museos

  • La nueva exposición del Centre Pompidou de Málaga, centrada en las utopías, genera algunas preguntas que merecerían un largo debate

'La vieja del jardín', de Frank Stella.

'La vieja del jardín', de Frank Stella.

Hay obras en esta exposición que por sí solas justifican la visita. Así, la reconstruida maqueta del Monumento a la III Internacional, el ambicioso helicoide de Vladimir Tatlin que nunca se pensó construir, no tanto por sus probables insuficiencias técnicas, sino porque nada tenía que ver con las ideas de Lenin sobre arte público. Junto a ella, otra maqueta, Alpha, de Kazimir Malevich: más que arquitectura, una idea radical de espacio. En parecida dirección, el estudio espacial de los hermanos Stenberg y en sentido algo diferente, la propuesta de la Unidad Habitacional (Berlín) de Le Corbusier y una sucesión de proyectos arquitectónicos actuales sobre los que volveré más tarde.

Hay que citar también el gran cuadro de Robert Delaunay (Ritmo, Alegría de vivir), un excelente Miró, un elegante Roberto Matta y los cuadros de Picasso y Malevich. Destacan así mismo la fuerza de las dos esculturas de Lipchitz y el patetismo de la cabeza de La Montserrat de Julio González. Junto a estas obras, ya clásicas, una espectacular obra tridimensional de Frank Stella y un curioso Antonio Saura, homenaje a la Diada Catalana de 1978, una de las primeras celebradas en democracia.

Un detalle de 'Monumento a la III Internacional' de Vladimir Tatlin. Un detalle de 'Monumento a la III Internacional' de Vladimir Tatlin.

Un detalle de 'Monumento a la III Internacional' de Vladimir Tatlin.

Añádanse las filmaciones. Aunque las condiciones de visionado distan de ser óptimas, son importantes la dura obra de Tania Bruguera, los ácidos vídeos de Thomas Hirschorn, una breve obra de aquel enamorado del cine que fue Dziga Vertov, la revisión crítica de los documentales de la revolución rusa hecha por Chris Marker, la sardónica réplica a la Odisea de Martial Raysse y el burlón paralelo trazado por Öyvind Falhström entre Mao Tse Tung y Bob Hope.

Quede así claro el interés de la muestra. Podría haber sido mayor, si con estas obras se hubiera trazado un discurso convincente pero tal discurso falta. En la exposición, las piezas se suceden sin articular claramente una idea. El discurso sí lo esboza el catálogo pero más que un proyecto pensado, se antoja una justificación apresurada de la selección de obras. La idea general es la de la utopía, reducida a la Revolución Rusa, y a ella se opone el fracaso del proyecto soviético. A ambos capítulos sucede la idea de que los artistas, unidos, pueden generar una nueva utopía, mediante nuevas obras, cultivando la memoria de trabajos, algo heterogéneos, del siglo XX o con proyecos arquitectónicos innovadores.

El tema elegido es importante: la Unión Soviética y su fracaso condicionó tres cuartas partes del siglo XX. Pero su misma importancia exigía un esfuerzo de análisis del que la muestra carece. Se contenta con oposiciones fáciles. La exposición es una ocasión perdida para pensar el arte en la sociedad y en la cultura de una época.

Las insuficiencias de la muestra hacen pensar en el papel de los otros centros que abren los museos

Por otra parte, la pretensión utópica del arte del siglo XX empapa todas las vanguardias artísticas al margen de la Revolución Rusa. Cambiar la vida, mostrar las contradicciones de la sociedad moderna, relacionar arte y ciencia, etc. fueron preocupaciones de los cubistas de Puteaux (1911) y De Stijl (1916), mientras la Bauhaus y los diversos dadaísmos brotan de la utopía de una sociedad sin guerras y no de cuanto aconteció en Rusia. Ese complejo marco que dibujan las vanguardias habría sido el adecuado, si se va a hablar de Utopías Modernas.

Hay otro aspecto que merece subrayarse. La capacidad crítica y utópica del arte actual no nace de una misteriosa unión entre artistas de buena voluntad. Surge de un debate fértil aún no cerrado. Si en la primera mitad del siglo XX las vanguardias artísticas cargaron sobre sus hombros la necesidad de cambiar la vida, el arte, tras la II Guerra Mundial y el holocausto, las armas nucleares y la política de bloques, se hizo más consciente de sus posibilidades y sobre todo, más humilde: ¿es posible una neovanguardia? ¿es mejor ser testigos puntuales, veraces y críticos, de los dolorosos desequilibrios de la sociedad postindustrial? ¿qué es más eficaz, la denuncia o la ironía? ¿ha de confiarse el futuro a la búsqueda de nuevos lenguajes? ¿debe el arte reflexionar sobre sí mismo, como dispositivo, en la llamada crítica institucional? Estas sí son cuestiones que dan que pensar.

A estos temas se acercan las propuestas arquitectónicas que forman la última sección de la muestra pero aparecen desconectadas del conjunto y sobre todo sin el espacio y los textos necesarios para su mejor comprensión.

'Alpha', de Kazimir Malevich, otra de las piezas que se expone. 'Alpha', de Kazimir Malevich, otra de las piezas que se expone.

'Alpha', de Kazimir Malevich, otra de las piezas que se expone.

Las insuficiencias de esta muestra hacen pensar en cuál es el papel de las sucursales de los grandes museos. ¿Son una mera extensión donde la casa matriz expone piezas seleccionadas a su conveniencia? ¿Van a tener colección propia, como ocurre con otras sucursales? ¿Tendrán una programación a la altura de las de los diversos centros de arte del Estado Español? Las instituciones que promueven esas sucursales ¿buscan impulsar la cultura o atraer al turismo? Son preguntas que merecerían un debate.

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