Arte

De visiones y no visionarios

  • El próximo 21 de septiembre termina el tiempo de Joaquín Sorolla en el CAC Málaga con 'Visión de España', una exposición con un enorme éxito de público

No cabe duda que la obra de Joaquín Sorolla representa para el arte español de finales del XIX y del entresiglo un ejercicio de renovación plástica. Sorolla, quien heredó de la prolífica escuela pictórica valenciana de la segunda mitad del XIX una serie de constantes que culminaron Francisco Domingo Marqués y Emilio Sala, se configuró en máxima expresión del luminismo (reformulación muy tamizada de un impresionismo periclitado basada en la luz contrastada, la vibración cromática, lo abocetado y la pincelada suelta), una opción moderadamente renovadora. En este sentido, y aunque su ejercicio no ofreciese las mismas dosis de modernidad que la de otros autores de este momento como Casas, Rusiñol, Mir o Guiard (por citar sólo a algunos), configuró una suerte de escuela y estilo pictórico que, en un primer momento, sirvió de variante renovadora y alternativa al academicismo para, con posterioridad y relativamente pronto, devenir en amaneramiento e incluso nueva academia.

En plena reconsideración y búsqueda de la identidad y el alma española promovida por el noventayochismo, Sorolla vino a ofrecer una imagen muy distinta a la de la trágica, dramática y oscura España negra que tenía en los paisajes de Castilla su mayor expresión. Esa luz contrastada del Sur y del Levante que según el pintor Darío de Regoyos hacía "impintables" los escenarios meridionales fue, como hemos señalado, medio y característica más significativa del luminismo que personificó Sorolla. Los catorce lienzos que pintó entre 1912 y 1919 para la sede neoyorquina de la Hispanic Society of America (inaugurados en 1926 y encargados tras su exitosa exposición en Nueva York en 1909), pueden servir como ejemplo de su lenguaje pictórico. Los lienzos atesoran una calidad desigual, aunque destaca, más allá de la propia envergadura del proyecto, la capacidad del pintor para enfrentarse con escenas ajenas a su habitual universo y lo sorprendentemente flexible de un estilo que en ciertas obras parece converger por contaminación con géneros como el costumbrismo andaluz (capacidad para releer sus claves). Sin embargo, el ciclo para Nueva York adolece de un programa definido y no supera la summa de imágenes, a no ser que consideremos como programático la mera yuxtaposición de imágenes que tienen en los tiempos sagrado y profano, esto es, de la fiesta (tradiciones) y del trabajo (sectores productivos de cada zona representada) su evidentísimo sentido. Sorolla no deseó legar una suerte de alegoría (ahora pienso en el frustrado trabajo para el Palacio de la Generalitat de Torres García acerca de una Cataluña eterna entre 1913 y 1917), sino un mosaico descriptivo que atendiese con furor etnográfico a la diversidad peninsular; a la asociación de lo hispano con algunos de sus más destacados lugares comunes (nada nuevo); a cierto sentido ritual, instantáneo y primario de la vida y costumbres españolas (curiosamente casi todas en comunión con lo rural a excepción de la Semana Santa y la tauromaquia); así como a los frutos y cabañas que nuestras tierras y mares brindaban -quizás muy ilustrativo e idóneo para una institución consagrada al estudio de lo hispano-. Calificar como fallido este ciclo pudiera ser exagerado, máxime cuando hay lienzos de un objetivo valor artístico (el tratamiento de la luz tan dispar y la vibración cromática convierte a algunos en magníficos), sin embargo no se articula como una verdadera 'máquina' y representa una apuesta muy tardía por un lenguaje pictórico que había agonizado hacía tiempo sin necesidad de culpar de ello a las vanguardias sino a otros estilos, incluso anteriores e incluso desarrollados dentro de la geografía española, y que no habían convergido aún con lo que se estaba desarrollando en distintos centros europeos. No es de extrañar que respecto a la de 1909, la inauguración de estas pinturas sorollistas en 1926, no concitara el mismo interés en una Nueva York que había descubierto las "bondades" del arte de vanguardia en 1913 en el Armory Show y se encontraba a tres años vista del nacimiento del MoMA.

Mención aparte merece las condiciones en que llega a Málaga esta exposición que itinera por distintas ciudades. Para este fin parece ser que era 'indispensable' desmontar la colección permanente del CAC, quedando durante varios meses en la paradójica situación de ser un centro sin colección. Ésta no es cuestión baladí: o reporta un déficit de espacios municipales idóneos o, peor aún, la ligereza con la que se hace uso de las instituciones artísticas -muy político- para obtener réditos (metafórico resulta el marcador situado a la entrada que contabiliza las visitas ¿existe mejor indicador?).

Otro argumento de difícil asunción es la contextualización de la obra de Sorolla en el CAC (a día de hoy únicamente queda expuesto Weiner con sus enunciados en las paredes). Estas (con)fusiones han de hacerse con sumo cuidado. Este mismo verano ya hemos presenciado la de Cy Twombly en El Prado al incluirse una serie (realizada para la Bienal de Venecia de 2003) del artista americano en una muestra sobre Lepanto. Política de gestos superficiales: parece que los viejos museos se modernizan por incluir pintura actual o que los centros de arte actual parecen adquirir perspectivismo por ceder simplemente espacio a discursos ajenos a su cometido, como si se trataran de simples continentes.

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