Crítica Danza

Hubo yogur, pero fue 'light'

Representación de 'La cantante calva', de Ionesco, en el montaje dirigido por Luis Luque.

Representación de 'La cantante calva', de Ionesco, en el montaje dirigido por Luis Luque. / javier naval

Cuando me disponía a entrar ayer en el Cervantes a ver La cantante calva, una señora contaba sus expectativas sobre la obra a alguien en la puerta del teatro a través del móvil. "Espero que no sea difícil de entender", comentó a su interlocutor con suficiente honestidad. Casi daban ganas de pararse y advertir a la buena mujer de que no había nada que entender, pero lo mejor habría sido recabar sus impresiones después de la función (aunque para entonces el crítico tiene casi siempre la manía de salir pitando a escribir su artículo). Cuando se habla de los clásicos del teatro del siglo XX, así, en peso, a menudo no se repara en que no pocas de estas obras nacieron en salas pequeñas, a veces clandestinas, para un puñado de espectadores que de ninguna forma eran conscientes del acontecimiento histórico que estaban presenciando, en condiciones precarias (asumidas como tales o no) y de la manera más puramente accidental. En algunos casos, como en La cantante calva, el éxito llegó casi enseguida; pero la perspectiva del autor respecto a quiénes llegarían a ver la pieza, si es que alguien se atrevía a montarla, y en qué condiciones, permanecen impresas en el texto, por muchos retoques y añadidos que acontezcan después. La cantante calva que vimos ayer en el Cervantes se estrenó el pasado mayo en el Teatro Español con un reparto de significativo reflejo televisivo y una producción como corresponde a Jesús Cimarro, pródiga en detalles y con suficientes matices de espectáculo para llevar al espectador al salón burgués en el que transcurre la, digamos, situación. Y asistimos a un trabajo bien hecho en todos los órdenes, con interpretaciones logradas dentro de lo rematadamente difícil que es hacer esta obra, y con una dirección inteligente y eficaz sobre todo a la hora de aportar discreción a sus efectos. Sin embargo, un servidor tenía la impresión de que La cantante calva, la de verdad, estaba en otro sitio. Tal vez menos perfecto, más efímero, más de andar por casa. Pero distinto. Y es que a lo mejor resulta que el peor enemigo de la obra emblemática de Ionesco es, con perdón, el teatro. O, al menos, cierta forma de que el teatro ocurra.

No se trata de afirmar, ni mucho menos, que La cantante calva no sea un bocado para todos. Ni siquiera que Ionesco tenga que mantenerse necesariamente fuera del mainstream. Pero sí, tal vez, de señalar que el teatro español de repertorio, por llamarlo de alguna manera, permanece anclado en ciertas fórmulas en las que determinadas experiencias se dan irremediablemente edulcoradas. Es verdad que el autor dijo aquello (muy en consonancia con el texto) de que La cantante calva era una gran comedia que también era una gran tragedia, pero también que el público que llenó ayer el Cervantes, como ha llenado todos los teatros en la gira, acudió a ver una comedia a tenor del reparto armado, las hechuras consignadas y el aroma destilado. Y no lo es menos que, por más que a veces el delirio se derrame por todas partes, como corresponde a una de las obras más razonables de su tiempo, esto es justamente lo que el montaje dirigido por Luis Luque ofrece. Así sucede, por ejemplo, en la escena del matrimonio desconocido y las sucesivas coincidencias: para cuando cabe atisbar el tremendo infierno de soledad allí dibujado, la cosa ya se ha parecido demasiado a Faemino y Cansado (en quienes el absurdo sigue derroteros bien distintos). La condena a la especie humana que quiere dictar el montaje se queda en un esbozo a favor del buen rato, que es de lo que se trata. Hubo yogur rumano, sí. Pero light. A medio gas.

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