Análisis

Tacho Rufino

Amor en el hipermercado

La pandemia se manifiesta también en las relaciones entre desconocidos, de quienes buscan amor en un mundo distintoUn supermercado alemán reserva los viernes de seis a ocho para corazones solitarios

A principios de diciembre, varias comunidades autónomas decidieron decretar el puntito interruptus, de forma que de seis a ocho de la tarde no se podían consumir bebidas alcohólicas en los bares. Surgieron espontáneas reacciones de la demanda, algunas puramente coyunturales, mientras que otras se asentaron más: el café solo y el petacazo a hurtadillas, la repentina tónica, también aliñada con el frasco de bolsillo; el sucedáneo de la campana del last order de los pubs ingleses, con el que algunos alargaban la tarde y el comentario con más vasos en la mesa que personas. La pandemia nos ha dado clasecillas populares de microeconomía, y hemos visto cómo el baile entre la oferta y la demanda y el comportamiento racional del consumidor cambiaba semanalmente, si no a diario. Los cambios -obligados por la autoridad- de la oferta -los bares- promovían nuevas formas en la demanda, sus clientes. Hace unos días, la Junta de Andalucía anunciaba la prohibición, también en esa franja horaria, de que los supermercados y tiendas de conveniencia vendieran alcohol. Se hacía la Junta eco de una queja -comprensible sólo por su estado de languidez y su mal futuro- de los hosteleros: si yo no puedo servir vino, cerveza y destilados, mi público buscará su suministrador en el súper y se lo tomará en su casa: venta perdida, a la postre. O incluso fuera de su casa, y volvemos al problema de calle y parque -o casa sin padres- de los botellones. Sólo los más previsores se aprovisionaban: reconozcamos que la pandemia ha creado muchos alcoholistas -que decía el rockero Silvio Rodríguez Melgarejo, sabio radical.

De nuevo, las dos horas entre las seis y las ocho de la tarde se han revelado como una hora bruja o happy hour y, reactivamente para la autoridad, como un tiempo de prohibición. Porque miren qué coincidencia: un supermercado de una ciudad bávara, Volkach, ha establecido una exclusión de las personas comprometidas, emparejadas, en esa precisa franja. O dicho de otra manera: incentiva a los solteros -singles mola más, sobre todo para las mujeres, azotadas por el estigma de la soltería, tradicionalmente- a encontrarse entre los lineales y los puestos para ligar o, al menos, pegar la hebra, con o sin intercambio de los nueve números de móvil que somos todos. De seis a ocho, ¡los viernes!, esta tienda es preferentemente para conocer gente. Los supermercados desplazan a los bares y restaurantes como oferta de referencia, no ya para la provisión e ingesta de alcohol, sino como sitio natural de alternar y encontrar relaciones. Que se anden con ojo esas páginas de internet donde la gente segmenta sus características y sus aspiraciones para que el algoritmo -Meetic y demás- te despliegue el muestrario de posibles almas gemelas, aunque sean gemelas un par de horas de motel nada más. O para siempre.

Parece claro que ciertas leyes económicas se han descarnado en estos tiempos de encierro, de profilaxis cambiante, y temor. Aquella ley, de Say, que -simplificando bastante- decía que toda oferta crea su propia demanda: el agua busca su salida. Aquella "destrucción creadora" de Schumpeter, por la que quienes eran afortunados negocios acaban siendo sustituidos y arrinconados por otros que parecían comparsas o extravagancias sin futuro. Quién nos iba a decir que las copas que se tomaba la gente en la calle -no sólo para ligar, claro es- las iba a acabar sirviendo el colmado o Mercadona, para ser luego consumidas frente a la tele. Y, qué despiporre germánico, quién iba a elucubrar ni harto de mollate que los sitios de emparejarse iban a ser las tiendas. "Amor en el hipermercado, calor en el ultramarinos, mi chica aquí ha aparecido, junto a unas latas de cocido". Con permiso de Alaska y los Pegamoides. Mi chica, mi chico, no ha desaparecido, ha aparecido. Asombros. Cosas de la pandemia.

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