Cada vez que Pepe Caballero hablaba, tenía uno la impresión de estar conviviendo con la reencarnación de un epigramista latino, sentencioso y lacónico, mordaz y lacerante si se terciaba, que parecía estampar las palabras en el aire del mismo modo en que las palabras se esculpen sobre el mármol, con ese acento peculiarísimo suyo en el que resonaban Cádiz y las antiguas colonias de ultramar.

Con sus visiones alucinadas, con su idea del mundo como un caos sensorial, con la música tersa de sus versos, que tienen resonancia de cincel; con su sabiduría punzante y barroca, conocedor melancólico del papel afanoso y secundario que todos representamos en este gran guiñol, Pepe Caballero hubiese sido el emperador inmejorable de algún lugar exótico y legendario: derecho, apuesto y recio, con un empaque entre otomano y latino; con la palabra precisa a flor de boca, y capaz a la vez de sugerir de manera imprevisible y excepcionalmente dubitativa: "Esto... Bueno... Digo yo, ¿nos tomamos la última?".

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