Los periódicos carcas criticaban, poquitos meses antes de que muriera Franco, que los españoles se rieran con Carol Burnett los miércoles por la noche. Oh, una mujer. Una humorista que se atrevía a improvisar con el público tras actuar en sus sketches y repartía zascas cuando le lanzaban alguna pregunta con mala uva. Carol era una señora fea y descarada, puro nervio cómico, como una versión moderna de Mary Santpere. Y caía bien a esa gente que la veía en blanco y negro. Decían que era un humor muy estadounidense pero en realidad a los señores que mandaban en TVE sin aparecer por los despachos les desagradaba que tanto aire fresco se colara a través de un programa traído desde el gran aliado (y con deficiencias de doblaje, que conste). Su show era más divertido y animado que el de Julie Andrews, que también se importó en aquellos años. De ahí tomaban sus ideas nuestros lazarovs. Jim Henson fue más allá con los Teleñecos, que se trajo a España José Antonio Plaza en el maltratado 24 imágenes por segundo.

Que conste que nuestros payasos de la tele plagiaron en un buen puñado de aventuras los guiones de Carol Burnett. La copia de tantos gags la descubrimos años más tarde cuando ya en los 80 se rescataron otras temporadas del show, que ya no tuvo tanta repercusión como en aquellas noches de 1975. Tracey Ullman, con quienes aparecían unos muñecos extraños llamados The Simpsons, tuvo mayor calado entre los espectadores ochenteros de la Segunda Cadena, atentos a la exportación yanqui de asuntos como la NBA.

Burnett, a su manera, presentó a los españoles que cenaban resignados tortillas a la francesa que en otras partes del mundo se vivía de una manera más desinhibida y libre. Era cuestión de paciencia. Y sólo por las risas que nuestros mayores se echaron con ella en el incierto 1975 la dentuda cómica se merece con reverencia el Globo de Oro de honor, que a partir de ahora llevará su nombre, que le van a dar en enero entre tantos rostros televisivos y cinematográficos de este universo tan global.

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