Es una serie sobre el cretinismo y el miedo a encarar la verdad. La obsesión de las apariencias políticas aunque mueran inocentes. Lo que en definitiva llegó a ser la Unión Soviética en su autodescomposición irremediable. El desastre de Chernóbil vino a confirmar el descarrilamiento de la administración comunista y el colapso de un funcionamiento político y social en media Europa. La miniserie de HBO, que ayer incorporaba su último episodio, viene a ser una parábola de lo que fue la decadencia de la URSS a partir de su suceso más sobrecogedor y que puso al mundo en peligro.

Las nuevas generaciones, tan seriéfilas, son las están siguiendo con más sorpresa y entusiasmo este relato basado en hechos reales que escapan del simple telefilme narrativo para convertirse en un retrato de las tramas de ocultamientos, mentiras y órdenes sin sentido que se amontonaron sobre un drama del que se quería pasar por alto.

Los espectadores jóvenes no salen de su asombro de ese mundo tan horteramente espartano, del tratamiento general de "camaradas", palabra que en esta serie antecede a exigencias crueles y en pocas ocasiones a requerimientos sensatos. Ha habido quienes han criticado que la historia no se haya grabado en ruso, por buscarle pegas, y muchos han valorado una ambientación tan certera de la mediocridad y la cutrez en la que estaba instalada la sociedad soviética. Qué menos. Siendo un acontecimiento tan reciente y con tanto material filmado de su contexto histórico era una obligación. Había que ser fidedignos y verosímiles en la vestimenta y en plasmar cómo se vivía y respiraba en una superpotencia destinada al fracaso. Si la apariencia es real todo lo demás es creíble y reconocible. Frente a tantas series de trasfondo histórico que se embarcan en fantasías excesivas y decoraciones imposibles (en España tenemos a Velvet, La otra mirada o la reciente Alta mar de Netflix, por poner ejemplos populares) Chernobyl es lo más aproximado a un documental en forma de cuento de terror.

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