Por eso le escribí la que supuse mi última carta. Por eso y porque supe que desde el lugar al que yo iba era imposible enviar carta alguna. Me contestó pasados unos meses, cuando yo no estaba ya, para decirme que él también se había marchado y que a partir de ese momento deberíamos suspender nuestra correspondencia. Alguien o algo me hizo llegar su carta, un papel arrugado y maltrecho en el que la firma era apenas un trazo reconocible. Se quejaba de mi mala letra en la carta que le enviara y de que mi prosa perdía la donosura que alguna vez tuvo. La suya fue terriblemente formal, y eché en falta aquellas metáforas con las que tantas veces me transportó a lugares inauditos: un faro en la isla de Sajalín, los monasterios de la península de Kola, aquel congal en la calle San Matías, los labios de Elsa. Citaba al final, como despedida insólita, este verso de un libro olvidado: "y la música sucia de los muertos". Tales fueron las últimas palabras que de él recuerdo. A veces, en la extrañas madrugadas de este inabarcable lugar, quiero ver la luz del gabinete de su casa encendida, quiero verle a él escribiendo alguna de sus últimas obras -no me gustan las primeras, salvo esa, con la que debutó como escritor, que lleva el nombre del barrio en el que transcurriera mi adolescencia trasnochada-, quiero verle con su corbata de emperador de Austria, saludando el canto de los mirlos que delata la llegada del buen tiempo. Quiero verle.

P.S. No puedo fechar aquella carta en la que me dijo que las tumbas solo ocultan las cortezas del fruto, que continuaríamos existiendo en tanto alguien leyera algo de lo que alguna vez escribimos, en tanto alguno pronunciara nuestro nombre. Yo lo nombro y sé que él me nombra. No estamos muertos. Así será por los siglos de los siglos.

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