Sólo el mal rollo, los juramentos de venganza y pataleta como los de Andy, permiten visionar el estirado MasterChef de anónimos. Demasiado estirado. Ser un concursante con pericia culinaria ya no es suficiente, ni siquiera ser un 'personaje' que cumpla con su rol en un concurso donde la convivencia comienza a superar a la exigencia. Incluso el jurado parece más decantarse por pinchar en el corazón de los sentimientos que en las nalgas del pundonor.

A fin de cuentas MasterChef es el programa nocturno que mejor le funciona a una desanimada TVE. La 1 parece cada vez más un zombi mediático que no sabe adónde va. Su misión en realidad es alimentar el audímetro como tapete de crochet de tantos espacios que caen en lo indiferente y la irrelevancia. Además del pique entre participantes el talent culinario es una factoría de merchandising, ingresos externos y el escaparate de todos los que salen por allí.

El espectador fiel se ha acostumbrado a esos grandes relatos de las pruebas caceroladas. Pero sólo hay que echar un vistazo a Hell's Kitchen, el talent de Gordon Ramsay que se puede ver en Cosmopolitan, para comprobar cómo con una edición expeditiva se puede ver una competición de cocina con todos sus avíos en menos de 45 minutos. Otro asunto son las recetas y la calidad de los concursantes, porque ahí vence la cocina española televisada.

Y tenemos La última cena en Telecinco, un programa revoltillo que no puede tomarse en serio en ningún aspecto. Ni hay cocina (porque nadie en realidad lo ha pedido) ni competencia real. Es sólo un soporte para seguir creando más titulares y vídeos para Sálvame, con retroalimentación de sus inquilinos habituales. Recuelo de sus propios tuétanos.

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