Podría ser la traslación a las intrigas españolas de El ala oeste de la Casa Blanca (no llega ni a alerón de jilguero); o la revisión castiza de Borgen, pero está más manida que una galleta danesa al relente; y ni se aproxima a los buenos días de House of Cards. Sería un Jauslow cost. Nos hubiéramos conformado con que le mirara a la cara a Moncloa ¿dígame?

Esas comparaciones frustradas ya nos las temíamos, pero realmente Secretos de Estado, más de lo que hayan dicho los índices en la noche de su estreno, no es una serie digna para estos tiempos. Ni por guiones y diálogos (qué diálogos), ni por interpretaciones, ni por dirección, ni por ambientación... Podría haber dado el pego allá por los 80, por los 90. En España no había experiencia en trenzar historias en los tiempos actuales. Pero al cabo de los lustros, con la aceleración que ha tenido la industria, con el talento por delante y por detrás de las cámaras, estos Secretos se arrugan como una vulgar telenovela de relleno vespertino. De no ser por el presupuesto en alquileres que habrán tenido estos capítulos hubiera tenido cabida en las tardes de La 1, como un Centro médico en el palacio presidencial. Parece u historión heredero de Falcon Crest y Flamingo Road. Lo malo es que han pasado ya casi 40 años de aquellos seriales de plexiglás.

La falta de rigor, las exageraciones que no tienen nada que ver con la grisura y perfil bajo de la alta política española, serían casi lo de menos de no ser porque es un relato cansino, sin sorpresas y con unas dicciones monótonas que traslucen que Frank Ariza, el mismo productor de El Continental, no está a altura de sus propios proyectos. Tener una buena idea (la de Secretos de Estado, pese a todo, lo es) no quiere decir que después se sepa plasmar.

Myriam Gallego, primera dama villana de muecas, roza el patetismo, como ese presidente del Gobierno de culebrón. Y lástima por Jesús Castro, que se tiene que poner las pilas y elegir mejor sus apariciones. O acabará como simple marca de colonia del Mercadona.

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