Cualquier otro hubiera defendido las propiedades medicinales de la sljivovica. Mientras se echa un trago al gaznate, Moris Albahari no tiene reparos en reconocer que él bebe para recordar. Los efectos del aguardiente de ciruelas son inmediatos: con el primer sorbo, el espíritu se templa y se acomoda para el viaje; al segundo, la memoria deja de oponer resistencia. El tercer buche lo trae todo: ahí está el padre, levantando el suelo del vagón; allá, interminable y repetido, el bosque y sus necesidades.

Dice Moris que su religión no le permite creer en reencarnaciones, pero que alguna vez se descubre a sí mismo cavilando sobre el asunto. "Obviamente, entre regresar al mundo bajo forma humana o hacerlo convertido en cocodrilo, preferiría nacer hombre de nuevo. Lo que no tengo tan claro es que quisiera volver a ser judío". Motivos para la desconfianza no le faltan. Cuando apenas llegaba a los diez años, la Alemania nazi ocupó Sarajevo. Los barrios que habitaba la comunidad sefardí -a la que pertenecía la familia Albahari- sufrieron el fuego y la rapiña. El 80 % de su población fue exterminada. Sólo una cadena de carambolas afortunadísimas puede explicar la existencia de supervivientes.

La cadena de Moris comienza con una barra de hierro. De ella se vale el padre de la criatura para abrir una brecha en la madera del tren que los lleva al campo de concentración. El niño salta en marcha y busca el bosque a la carrera. Un camión militar atraviesa el camino. Al coronel italiano que lo conduce le hace gracia que el mocoso se haga entender en una lengua que se parece a todas y a ninguna. "Es ladino", sonríe el pequeño. "En los días siguientes, los soldados me alimentaron. Cuando se fueron, tuve que apañármelas con las raíces que encontraba en la montaña". Moris Albahari deja la copita a medio terminar. "El judeoespañol me salvó la vida. Hoy ya casi he olvidado cómo hablarlo. Y eso, desgraciadamente, no puede traerlo de vuelta la sljivovica".

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