Es el concepto que la dirigencia política española que se examina en el urnas pretende encarnar: moderación. Sobre todo entre quienes quieren ganar, que hace tiempo que no es sumar más diputados, sino ser investido por el Congreso: el respeto a la mayoría minoritaria quedó dinamitado definitivamente en la moción de censura de hace menos de un año, tras otros dos y medio de horadación durante dos legislaturas: la primera, fallida.
Tiene sentido: si algo dicen los sondeos es que cuatro de cada diez votantes no tienen decidido el voto. Que todo está, aún, por decidir. Y si lo tiene -sentido- es porque ese indeciso es mayoritariamente centrista: moderado, del liberal al socialdemócrata, y viceversa.
Aparentar no es, empero, demostrar: poca moderación hay en este pentapartidismo que se avecina. De los extremos hacia un centro inexistente: vacío.
Abascal vive de convertir en votos provocación, desigualdad, racismo, machismo: odio.
Iglesias renunció hace mucho a la transversalidad que le hacía candidato al sorpasso. Culpabiliza de todo a los mismos poderes -empresariales, financieros- que han hecho funcionar España cuando sólo había Gobierno en funciones.
Rivera está lejos del moderado que encandiló a izquierda y derecha a desencantados del bipartidismo y juega a la ruleta rusa de negar el pacto viable más probable: sensato.
Casado apuesta por recuperar el voto que pierde por el flanco más duro de la derecha con hipérboles: exageraciones que causan más rechazo que confianza en lo que debería representar: la derecha fiable.
Pero el summun lo encarna Sánchez: proclama ser el moderado que dará estabilidad a un Gobierno sin ataduras -incluso dice que está cerca- tras llegar a La Moncloa faltando a su promesa de apoyarse en quienes han tratado de violentar (sí, de violencia) el Estado de Derecho que les amparaba al frente de las instituciones: golpistas desde el Parlamento.
Así que el moderado -el votante- vive en la indecisión: frustrado por tanto hipócrita.
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