Análisis

rogelio rodríguez

Patética resistencia del presidente

Los barones del PSOE miran a Ferraz con intriga y al Palacio de la Moncloa con espanto

El desafío del separatismo catalán es el problema más inmediato y grave que tiene España. En sí mismo y porque de la bravucona corriente secesionista emanan otras confrontaciones y zafias veleidades oportunistas, que tiñen de malos augurios el más edificante sistema político de nuestra compleja historia. Los extremismos, de una y otra orilla, resurgidos en los sequeros de los partidos tradicionales, han encontrado en Cataluña causas añadidas a las que utilizan sus homónimos en Europa. Los radicales atisban un tiempo de festín, que no es ocasional. Llevan años de engorde con las viandas que les han servido distintos gobiernos, sobre todo al nacionalismo, y ahora retozan por los salones de un Gobierno rehén. Incierto panorama de mentes vacías, especializadas en el turbulento extremismo intelectual, que diría el ilustre y ya desaparecido profesor Giovanni Sartori, látigo de la charlatanería política en Italia.

Qué mejor disfrute para los rebeldes catalanes que mantener a flote un Gobierno instalado en la extrema nadería. Por eso entre los objetivos más perentorios del multiforme complot independentista no está hundir la nave de poder que prestaron a Pedro Sánchez, aunque lo amenacen con alternativas tan sugerentes como la balcanización del conflicto o la Guerra del Rif, preludio del fin de la Restauración y la consiguiente dictadura de Primo de Rivera. O lo acosen con vileza, convencidos de que su incapacidad para romper amarras en defensa del orden constitucional radica en su propia ambición. Sánchez accedió de buen gusto a la trampa y ahora no sabe cómo liberarse. Al igual que nadie sabe si su, por primera vez, firme advertencia al Gobierno catalán, el pasado miércoles en el Congreso, va en serio o se trata de una nueva estrategia para ganar tiempo frente a todos.

La receta de antiinflamatorios que el presidente aplicó al golpismo catalán ha revitalizado el ánimo separatista, tanto que hasta su ministro de Exteriores, Josep Borrell, al fin se atreve a mostrar sus discrepancias. El efecto rebote de la política de ibuprofeno, empleada como argucia, queda patente en las continuas arengas anticonstitucionales de políticos incendiarios y en la impunidad del vandalismo contra sedes judiciales, domicilios de jueces, sedes de partidos políticos o la ocupación incívica de la calle. Y en este contexto, el Consejo de Ministros se reunirá el próximo viernes en Barcelona, amparado, para mayor vergüenza, por un amplio despliegue de Policía Nacional y Guardia Civil.

Pedro Sánchez está acorralado. A los nacionalistas les promete una profunda reforma estatutaria como quien ofrece un apartamento en primera línea de playa, mientras se justifica ante los constitucionalistas con un quiero, pero aún no debo sobre la aplicación del artículo 155. He ahí la hipoteca de un presidente que -también a ojos de muchos de los suyos- sólo puede ofrecer el patetismo de su resistencia. Tras el derrumbe en Andalucía, los barones del PSOE miran a Ferraz con intriga y al Palacio de la Moncloa con espanto. Temen caer por fuego amigo. Como Susana Díaz.

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