Análisis

salvador moreno peralta

Primitivos civilizados, modernos salvajes

Los objetos exhibidos, utilitarios, defensivos, simbólicos o rituales sorprenden primero por su extraordinaria belleza. Pero una mirada más detenida nos hace sentir el vértigo de esas raras ocasiones en las que nos hemos visto ante la presencia de algo primordial

Sin duda la exposición Otros mundos: el Pacífico en Málaga que se exhibe hasta final de mes en la Sociedad Económica de Amigos del País, dentro de la conmemoración del V Centenario de la expedición de Magallanes-Elcano, va a ser una de las más fascinantes que se puedan ver en este año. Patrocinada por la Academia Malagueña de Ciencias, comisariada por Juan Antonio Camiñas Hernández y con la colaboración del Ayuntamiento, la Junta y la Fundación Málaga, ofrece la colección privada del embajador de la UE en Papúa-Nueva Guinea, el biólogo e investigador Juan Carlos Rey Salgado, un ilustrado de otro tiempo en pleno siglo XXI. Contiene una extraordinaria selección de objetos de esa región de los Mares del Sur, lejana en la distancia, en el desconocimiento y en el olvido, pero presente en nuestra Historia de una manera inapelable, por haber sido objeto de las expediciones españolas entre los siglos XVI y XVIII, como la del malagueño Ruy López de Villalobos, que en 1543 dio nombre a las islas Filipinas. Para un país que desconoce o manipula su historia debe ser desconcertante que nuestras antípodas estén llenas de nombres españoles.

Los objetos exhibidos, utilitarios, defensivos, simbólicos o rituales sorprenden primero por su extraordinaria belleza. Podemos preguntarnos si esa belleza está condicionada por el influjo que, a principios del siglo XX, las expediciones antropológicas del momento-el Salón de Otoño parisino de 1906 y los museos etnográficos de Dresde y Berlín,- pudieron ejercer en el "primitivismo artístico" de Modigliani, Matisse, Vlaminck, Derain, Giacometti, Dubuffet y, por supuesto, el Picasso de Les demoiselles d'Avignon. Pero una mirada más detenida nos hace sentir el vértigo de esas raras ocasiones en las que nos hemos visto ante la presencia de algo primordial. Los objetos exhibidos pertenecen a un pueblo de una cultura animista para la cual todo acto humano está ritualizado por su conexión con el alma que le proporciona su esencia. No se concibe pues, nada, un escudo, un cuenco, un bastón jerárquico, un simple anzuelo… en el que la función no tenga una sutil, una primorosa confección que rinde tributo al espíritu que la anima. Y estos motivos, que ya no son decorativos, sino esenciales, precisan para su factura de la vivencia en otra dimensión temporal, en otra cotidianeidad impregnada por las leyes de la Naturaleza en estado primigenio, y en las que el tiempo no viene ya urgido por ningún tipo de contrato u obligación que no sea la que el artesano contraiga con la perfección de su propio trabajo. Ahí es cuando nos damos cuenta, no sin un profundo desasosiego, que la gran profanación que el hombre moderno ha hecho a la Naturaleza es haberle robado el tiempo, como Prometeo el fuego a los dioses. Los tiempos de nuestro tiempo no son los de la Naturaleza, que lleva el suyo dentro como un artículo fundamental de sus Leyes, y nosotros la estamos violando, sin que las apelaciones a la sostenibilidad no sean más que cuidados paliativos, cuando no un negocio.

Envuelta en una música incidental especialmente creada para esta exposición por Adolfo Núñez y Pedro Bonet sobre sonidos originales del Pacífico Sur, en la exposición hay piezas sobrecogedoras, como el gran friso de Malagan, la máscara de Tatama o la Cabeza de Barro asaro; pero quizás lo sean aún más las piezas pequeñas, como las baravas o los zarus, tallados sobre placas de tridacna fósil, pulidas hasta adquirir la apariencia de un encaje, o los trenzados de ratán para la simple función de unir piezas: todo es delicado, todo es sagrado.

La exposición se completaba con una extraordinaria colección de fotografías del propio Juan Carlos Rey Salgado expuestas en los paneles de calle Larios con los que alguien tuvo la legítima ilusión de extender al exterior la actividad expositiva, de sacar a ventilar el arte en la calle. Pues bien, hace una semana unas hordas de jóvenes las destrozaron. Es tentador caer en la demagógica sinécdoque de tomar el todo de la ciudad por la parte de un puñado de energúmenos. Dejémoslo ahí, pero sirva el hecho para constatar que la pretensión de difundir la Cultura sin una educación de base es empezar la casa por el tejado. Aun así no hay que desfallecer en la política de museos, exposiciones y la actividad pedagógica aparejada. Bien, pero si hemos confiado nuestro destino colectivo- y nuestra imagen exterior- a ser capital de la Cultura, hemos de ser conscientes de que con estos vándalos (y vándalas) sueltos estaríamos apostando por una bandera que no podemos enarbolar. En la calle Larios había cámaras de seguridad; cuesta pensar que no se haya podido identificar a los que, en unos minutos de desfogue hormonal, han hecho añicos una exposición maravillosa, además de varios meses de esforzada coordinación entre entidades públicas y privadas, concertadas para hacer de Málaga una ciudad mejor, de cuya imagen y proyección nos beneficiamos todos.

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