Una de las series de producción propia de Netflix que sigue justificando una suscripción, ya sea para descubrirla o verla por quinta vez, es The Crown. Parece a simple vista que Peter Morgan lo que hace es repasar la biografía de Isabel II contextualizando cada momento histórico. Incluso los primeros episodios, con ojos distantes, parecerían telefilmes esforzados de época, un simple relato de las páginas de Historia. Entrado a fondo en las temporadas cada capítulo de The Crown se puede visionar por sí mismo o en conjunto como completa semblanza. Se pueden saltar a voleo o hacer monográficos con las entregas encabezada por el intrigrante snobista Eduardo VIII (que nunca supo encajar verse forzado a abdicar), a la secundona con ínfulas la princesa Margarita y al arrogante Felipe de Edimburgo. Su arrogancia es la capa con la que cubría su sentido de la responsabilidad, su lealtad a prueba de curar las heridas a su ego y su firmeza del sentido del deber con el presente y futuro de la Corona, institución que toma el cuerpo de su esposa (a cargo de dos grandes actrices como Claire Foy y Olivia Colman). La Corona es tan pesada como cuando la hasta entonces princesa se la ciñe mientras prepara la ceremonia al trono.

The Crown es un compendio de la dignidad (y lo contrario) en la cúpula, de la abnegación institucional cuando debe conjugarse con la familia, con el deber y los deberes y la fragilidad de las personas cuando el Estado se aposenta sobre los hombros. Incluso, como en esta última temporada, que ya queda lejana en su estreno, se analiza la enfermedad mental desde las alturas.

Un visionado de The Crown permite frivolizar menos sobre los principados, palacios y privilegios.

A través de los entresijos británicos permite en estos momentos comprender mejor al monarca español actual que ha debido por ahora convertir en un desafío cada instante de su reinado.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios