Análisis

nacho artacho

Y un huerto claro

No sé qué hongo o qué tristeza se le metió dentro sin remedio

Quise un limonero. Lo quise a sabiendas de que la lógica y la orientación de mi terraza no invitaban a quererlo. Lo quise con toda la literatura que había acumulado durante años y con la nostalgia insoportable que deja lo que nunca se ha tenido. Lo elegí con mimo entre sus hermanos de vivero. Al hacerlo ponderé cada variable: el diámetro del tronco a la altura de los últimos nudos, la opacidad de las hojas al trasluz, la ternura de las yemas. Lo trasplanté como quien trata un relicario, temeroso de que el cambio de tierras me lo desmejorara. Ocupó el lugar preferente del balcón. Recibía el primer sol de la mañana y evitaba las horas de calima. En lo tocante al agua, respeté escrupulosamente los consejos de quienes saben del campo y sus asuntos. En lo referente a la crianza, me decanté -esta vez sí- por el apego.

Fue por noviembre que el árbol se echó a morir. No sé qué hongo o qué tristeza se le metió dentro sin remedio. Recurrí a la química y al esoterismo. Alterné los fertilizantes de toda naturaleza con sesiones interminables de charla motivadora, tú puedes, arbolito, ya mismo se va el invierno, arbolito, no me hagas esto, arbolito. La terapia psicológica tuvo el efecto esperado: él siguió apagándose y yo le di al vecindario razones más que sobradas para que dudase de mi salud mental.

Casi al tiempo que el limonero se desmochaba y enflaquecía, unos hierbajos sin nombre ni condición empezaron a brotarle al pie. Mientras más escurrida se volvía mi criatura, más fuerza cobraba la intrusa. Con el mismo empeño que antes había puesto en la conservación de la vida, me entregué entonces a la destrucción. Tiré de venenos y de conjuros poco recomendables; quemé ramajos y desgracié raíces; hice el mal, en definitiva.

A día de hoy, de mi árbol sólo queda la familia de orugas que hizo por anidar en la corteza. La cizaña, en cambio, tomó la terraza y asoma ya por el salón.

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