Análisis

nacho artacho

El jardín del bien y del mal

Encontraba extremadamente pacífico el hecho de escribir para sí mismo

La mañana del 28 de enero de 2010, los lectores de The New York Times se desayunaron con la noticia de que J.D. Salinger había aparecido muerto en su casa de Cornish, New Hampshire. El diario lo calificaba entonces de "recluso literario" y, desde luego, había motivos sobrados para hacerlo. Tras la sacudida que supuso la publicación de El guardián entre el centeno, Salinger resolvió apartarse del mundo y sus asuntos y se instaló en la pequeña localidad del condado de Sullivan, donde tan sólo tendría que soportar a 1.500 parroquianos mucho más interesados en medir la cosecha que en acosar al escritor del momento. Levantó un muro alrededor de su jardín. No contento con ello, se agenció un revólver que nunca disparó. Por si el revólver fallaba, se acompañó de un par de perros que las malas lenguas siempre consideraron rabiosos. Así se le fueron cinco décadas, entre obsesiones mal resueltas por preservar la intimidad y querellas contra todo bicho viviente que pretendiese lanzar una edición no autorizada de su obra. Con el tiempo, fue desarrollando una aversión incorregible hacia las publicaciones: encontraba extremadamente pacífico y deseable el hecho de escribir para sí mismo. De algún modo, lo devolvía a la adolescencia y a la academia militar, cuando sin más apaño que una linterna aprovechaba la noche del barracón para emborronar cuartillas compulsivamente. A decir de sus compañeros de filas, también durante la Segunda Guerra Mundial mantuvo un ritmo de producción más que estimable. De Alemania regresó con una depresión de caballo y casado con una funcionaria del partido nazi, pero ni la una ni la otra consiguieron curarle el mal de la literatura.

Si la presencia en ella de Kevin Spacey no lo impide, en las próximas semanas debería llegar a España Rebelde entre el centeno, la película que rescata las glorias de Salinger. Para asomarnos a sus demonios, todavía tendremos que esperar.

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