En la redacción se respira una urgencia a flor de piel. Mis compañeros vienen y van con datos de última hora, la Subdelegación dice esto, tal experto dice lo otro, hay tal problema con la perforadora. Se suceden las llamadas a todo el que pueda prender una mínima luz al asunto, ilustrarnos sobre qué podemos decir y qué podemos esperar. Medios de comunicación de países más o menos remotos llaman a su vez para pedir información. La comunicación con quienes trabajan en el terreno es continua. En la calle la gente pregunta, qué sabes de Julen. Del mismo modo, acudes a una entrevista concertada desde hace varios días y el entrevistado, a lo mejor un actor famoso, un artista de renombre, alguien que no tiene que ver con esto, se interesa de inmediato antes incluso del apretón de manos, qué novedad tienes sobre el niño de Totalán. Y entonces caes en la cuenta de que no hay nadie que no tenga que ver con esto. En el ritmo frenético que exige la búsqueda de noticias del caso se vive sin tiempo para pararnos a reparar en la medida en que esto nos afecta, pero la distancia emocional es menor conforme pasa el tiempo. Y eres consciente por más que dirijas tu atención a otra parte. Todos queremos tener puesta la cabeza en otras cosas y a la vez empujamos haciendo lo que hacemos para que nada de lo que pasa con Julen nos sea ajeno. Necesitas esa distancia, cada vez más reducida, porque sin ella nadie podría mover un dedo; y al mismo tiempo revisas cada pocos minutos para comprobar si hay alguna novedad, empujando, de nuevo, un centímetro más a cada envite. Hasta que se te cruza la idea de ponerte en el lugar de Julen. De su familia. De los suyos. Y admites, entonces, que no llegas. Que no puedes llegar. Que tu solidaridad no alcanza para imaginarte en esa coyuntura. Que lo más oportuno es callar y seguir empujando. Hacer tu trabajo lo mejor que sabes.

Porque la solidaridad es así de absurda: te lleva a ponerte al lugar del otro. Pero hay lugares que no conocemos. Territorios de los que muy pocos han vuelto. Aquellos países de los que escribieron unos griegos chiflados hace más de veinte siglos y que todavía habitamos, a pesar nuestro. Existe un muro que tu inteligencia no traspasa, un dolor que sencillamente no puedes penetrar. Ese éxtasis que la tragedia identificó con un grito: el traspaso definitivo, un Edipo sin ojos, una Antígona que no puede rescatar el cuerpo de su hermano. Y aquí la tenemos, Antígona, intacta, en un cerro de Totalán, desesperada por no poder alcanzar al pequeño Julen. Ha pasado por esto antes, pero si entonces pudo desobedecer al rey Creonte ahora no se puede desobedecer a un pozo inaccesible de cien metros de profundidad. No, no puedes ponerte en el lugar de esta familia. Ni siquiera hacer tuyo su dolor. Sabes que esa preocupación que exhalas y la solidaridad que remueves tiene límites muy concretos. Te sientes pequeño, incapaz, un vulgar periodista de mierda. Te preguntas a qué ha venido ahora esta tragedia. Y no hay respuesta. Sólo seguir empujando, un poco más, hacia el clavo ardiendo al que algunos continúan empeñados en aferrarse. Y entonces el pozo se convierte en un absurdo. No hay razón que explique su existencia ni la caída de Julen. Nada de esto tiene sentido. Tampoco el dolor lo tiene. Hasta que reparas en que lo único que puede iluminar de verdad este túnel, en lo que al cabo nos permite poder mirar de frente al monstruo y seguir adelante: la certeza de que nadie aquí esta solo. De que ante la tragedia todos nos sentimos de inmediato más unidos, más abrazados. Aunque no podamos ver, aunque no lleguemos. Aunque no alcancemos a proferir el grito, aunque no comprendamos y seamos incapaces de compartir, sí podemos estar. A menudo con estar basta. Y estamos, dentro de ese pozo con Julen, en la espera terrible con sus padres. En este territorio, todos somos uno. No importa a qué lado del pozo. Empujamos, un poco más todavía.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios