Confieso que me da miedo ver Sin fin, de los hermanos César y José Esteban Alenda. Entendámonos. Me da miedo que no me guste tanto como quiero que me guste. Que no me emocione ni me conmueva ni me deslumbre como desearía de veras. Pero tranquilos, no es que tema que los hermanos cinéfilos hayan perpetrado una obra fallida. En absoluto. Es algo personal que me atrevo a compartir por si acaso algún lector ha sentido una sensación parecida a la que me enfrento.

Estoy hablando de ilusión. De expectativas. Del goce de ver cómo cuaja el proyecto de alguien a quien aprecias. De cómo éste, después de mil y un avatares, va tomando cuerpo. Y el guión, tras el casting, adopta unos rostros personales e intransferibles. El story board se convierte en secuencias, y ese documento Word que algún día te enviaron, se transmuta en un DCP a punto de ser exhibido en una sala de proyección.

Hablo de cine pero podría ampliarlo al mundo de las artes escénicas. Al día del primer ensayo general con público de una función largamente acariciada. Qué hermosas son las vísperas. Todas las vísperas de aquello que ansiamos.

Resulta que de toda la sección oficial de este año, la película con la que me siento más vinculado amistosamente, emocionalmente, es Sin fin. Porque sus hacedores, César Esteban Alenda y José Esteban Alenda, se ganaron mi confianza pasito a pasito, año tras año, a medida que fueron estrenando sus cortometrajes. Siempre especiales.

Mira que habré conocido a gente honesta y valiosa en esa ruta del corto. Pero mejores personas que los Esteban Alenda, seres más humildes y rigurosos, no he encontrado. De ahí el nerviosismo. Y de ahí mi temor. Quisiera instalarme en las vísperas. Pero sé que no puede ser. Así pues, que se apaguen las luces de la sala.

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