Análisis

rogelio rodríguez

Sin miedo a mentir

El Gobierno no teme a la mentira, sí a la Justicia, pero las togas siempre llegan bastante después

No espere Fernando Grande-Marlaska que Pedro Sánchez actúe con él como hiciera Van Gogh con su amigo Paul Gauguin cuando éste, en medio de una disputa, cambió los pinceles por una espada y le seccionó la oreja izquierda. Sánchez no se inculpará para salvar a su ministro de la acción judicial. El presidente está obligado a amparar, de momento, a Grande-Marlaska en sus desafueros y, libre de todo empacho, no sólo avala las probadas mentiras de su subordinado, sino que engrosa la defensa con graves acusaciones en sede parlamentaria contra mandos de las fuerzas de seguridad, a los que, sin concretar, llama "policía patriótica", expresión que, a estas alturas, resulta del todo impropia y embarra la figura del jefe del Ejecutivo.

Pero cualquier compromiso de Sánchez está condicionado a la coyuntura, a la recomendación que le escriba en un post-it el gurú de La Moncloa, Iván Redondo. Cuando el tribunal que dirima el caso del 8-M y sus adyacentes ponga nombres en el banquillo, el otrora prestigioso juez y hoy desacreditado titular de Interior tendrá que ilustrar, sin salvaguardia presidencial y con la sola escolta de sus más directos gregarios, sobre la arbitraria destitución del coronel Diego Pérez de los Cobos al frente de la Comandancia de Madrid por el honorable hecho de cumplir con su deber y respetar la legalidad.

La estancia de Grande-Marlaska en Interior será proporcional a la diligencia de la justicia y, acaso en primer lugar, parafraseando a Alfred Hitchcock, a la resistencia de la vejiga de Pedro Sánchez, sometida a crecientes fluidos excitantes. El instinto de supervivencia, que el líder socialista acredita con epatante largueza, no tardará en hacerle renegar de muchas de sus decisiones. También, si es preciso, del pacto con Podemos, cuando traslade a su vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, la misiva de obligaciones que le enviará Bruselas, muy similar a la que en su día recibió el entonces primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras. Todos los miembros del Ejecutivo tienen suficiente conocimiento, si no para gobernar, carencia acreditada con creces, sí, al menos, para saber que quien ejerce el poder a lomos de una fiera acaba siendo devorado.

El Gobierno no teme a la mentira, teme a la Justicia, pero las togas siempre llegan bastante después. Buena parte del electorado es insensible al engaño, sobre todo en épocas de radicalismo y bipolarización. Se explica con nitidez en el opúsculo El arte de la mentira, un excelente libro del siglo XVIII atribuido a Jonathan Swift, pero escrito en realidad por John Arbuthnot, un lúcido médico escocés con tan poca autoestima que la mayoría de sus manuscritos concluyeron en juguetes de papel para sus hijos. El bulo dispone de suite permanente en la política y, más en situaciones complicadas, lo que se manifiesta en público coincide poco o nada con lo que se dice en privado. Pero el pueblo es también ciclotímico y tarde o temprano reacciona como aquel personaje de La Fontaine: "De hielo ante las verdades y como el fuego ante las mentiras". Repasemos la historia.

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