Elconrad de La locura de Almayer, su primera novela, está lejos aún del gran artista que llegó a ser. Ni la arquitectura narrativa ni el lenguaje se acercan a la calidad de sus grandes monumentos literarios. Hay en el Almayer vaniloquios prescindibles como: Un aspecto general de escuálido abandono invadía el lugar, o fragmentos de prosa torpe e hipervitaminada como: El brillante sol de la despejada mañana, tras la tormentosa noche, inundaba el camino principal del poblado.

Pero su calidad, aun sin la maravillosa técnica y el estilo único que desplegaría en novelas posteriores, ya es detectable en muchos aspectos y hace de su lectura una delicia próxima a la fascinación. Algo que me ha llamado la atención y en cuyo uso muestra Conrad, creo que instintivamente, una maestría especial, es la personificación, o sea, la atribución de cualidades humanas a lo no humano. Este conocido y antiguo recurso retórico tiene en Conrad una profundidad que va mucho más allá del adorno descriptivo o de la mera ambientación. La naturaleza, tal como él la personifica, tiene valor estructural, cimentador, y explica mucho de los personajes, sus decisiones y conductas. De forma sorprendentemente eficaz -y a su manera, terrible- la naturaleza se convierte en un personaje más.

Ya en la nota prologal del autor leemos:

Sólo en la cruel serenidad del cielo, bajo el despiadado brillo del sol…

El río Pantai, tan central en la novela, tiene reacciones emocionales como esta:

Nina miraba el colérico río avanzar arrolladoramente hacia el mar bajo los latigazos de la tormenta.

Y cuando llegan las inundaciones, los lugareños tienen una explicación inequívoca:

"Menuda riada", gritó Babalatchi al oído de Dain. "El río está muy enfadado. ¡Mira, mira los troncos a la deriva!".

Esos troncos arrastrados por la poderosa corriente poseen una libertad que Almayer envidia; así, tras quedarse a observar cómo uno de ellos se libraba de un obstáculo que detenía su camino, piensa:

Lo logró; entonces se retiró y pensó que ahora tenía vía libre hasta el mar y envidió el destino de aquella cosa inanimada que se iba haciendo pequeña e indistinta en la cada vez más profunda oscuridad.

La fecunda naturalidad de Conrad con la naturaleza y sus manifestaciones le permite recurrir a ella, ya no personificándola, sino, simplemente, como dinámico y memorable telón de fondo:

Al poco, la piragua cruzó rauda la veta de luz que corría sobre el río desde una gran hoguera en la orilla opuesta, y reveló la silueta de dos hombres remando doblados y una tercera figura en la popa manejando con caprichosas florituras el remo timón…

Sus formidables progresos como novelista desde La locura de Almayer se entienden mejor si recordamos sus enérgicas palabras en el prefacio de El negro del Narcisus:

Toda obra que aspira {…] a elevarse a la altura del arte debe justificar su existencia en cada línea.

El Conrad de su primera novela no es el de Nostromo o de El corazón de las tinieblas, pero no anda muy lejos.

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