Análisis

nacho artacho

No se vayan

El documental 'Gila nunca fue en serio' se estrenó la semana pasada

Le gustaba repetir que había nacido una tarde en la que su madre no estaba en casa. Cuando la señora regresó y lo encontró merendando, aupado en las rodillas de la portera, al pequeño le cayó la primera de las muchas regañinas que habrían de venir: "¡Que sea la última vez que naces solo!" La realidad y el Registro Civil nos dicen, en cambio, que Miguel Gila llegó al mundo en condiciones menos risibles. Hijo póstumo de un desertor del ejército, echó los dientes en el taller de carpintería que su abuelo había improvisado en una buhardilla de Chamberí. Menos en estudiar, la infancia se le fue en todo lo que la España de la época podía ofrecerle a un niño de la calle: saltó tapias, se enganchó a tranvías en marcha, jugó al toro con las cabras que las vecinas encerraban en el patio y se acostumbró a llevarle los guantes a Ricardo Zamora cada vez que el guardameta salía a entrenar.

De la calle lo sacó la Guerra y de la Guerra lo sacó un milagro. Apresado cuando formaba parte del Quinto Regimiento de Líster, fue conducido al paredón junto con trece camaradas. Doce murieron. Nunca llegó a explicarse cómo pudo sobrevivir a un fusilamiento. Conoció el presidio y un servicio militar humillante del que lo salvaron los monigotes que se dio a dibujar, los mismos garabatos que un día envió a Miguel Mihura, quien por entonces dirigía La Codorniz. "Si le gustan, me los publica", anotó al pie de uno de ellos. "Y si no, al menos devuélvamelos dedicados".

El documental Gila nunca fue serio, de Alberto Esteban, se estrenó la semana pasada en Madrid. En él se detalla cómo aquellos dibujos supusieron el inicio de una carrera monumental que abarrotó teatros y esquivó la censura. Para hacerse hoy una idea de las dimensiones que alcanzó su popularidad, bastaría con recuperar alguno de los pizarrines con que advertían a su clientela los primeros cafés que empezaban a disponer de televisor: "No se vayan, hoy hay Gila".

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