Abrazos rotos

Es humano poder acoger en tu pecho a quien necesita consuelo frente a su dolor

Confieso que he pecado. Este fin de semana me he abrazado con un amigo. Llevo doce meses aprendiendo a saludar a la gente según las recomendaciones epidémicas. Al principio, cuando empezaron a decirnos que no era recomendable abrazar porque el virus nos acechaba por los cuatro costados y la vía cenital, se me iba el cuerpo cual imán hacia el robusto busto del receptor. También el otro se lanzaba de manera irreflexiva hacía mí. Había que detener aquello a vida o muerte. Hasta que hemos aprendido a sentirnos complacidos al saludarnos poniendo la mano en nuestro pecho. Se da la circunstancia de que me sale el ser humano que llevo dentro y en el que se van acumulando cientos de sensaciones y emociones que vamos guardando en un almacén en el que vamos archivando las cuentas pendientes para resolverlas este verano, o en septiembre, o ya para Navidad. Los abrazos que se han roto cuando no has podido abrazar a un amigo que ha quedado viudo. Los cumpleaños que no estamos celebrando ni las carreras universitarias finalizadas que merecen de una buena fiesta con la banda sonora de las risas y las palmaditas en la espalda. Tanta orfandad de la piel pasa factura. Así que tras una comida y un tardeo de cuatro amigos llegó el momento de la despedida. Les abrí la puerta y, aún con la mano izquierda en la manilla, mi brazo derecho se elevó en diagonal hasta colocarse en lo que mi corazón sabe que es su sitio natural. Ya tenía mi pecho fusionado al suyo. Una profunda inspiración llenó mis pulmones de lo que físicamente se describiría como una bocanada de aire pero que se transforma en afecto, consuelo y amor cuando se te cierran los ojos para sentir la paz que se transmite en un simple abrazo. La puerta se venció porque los dos brazos se engancharon a él, y los suyos al mío. Ya volvíamos a ser un único ser del que se alimenta la emoción compartida. Olí su cazadora, el aroma de su piel volvía a llenarme de todo lo que aporta ese regocijo. Fue algo tan sencillo como inmensamente vital. Es humano poder acoger en tu pecho a quien necesita consuelo frente a su dolor. Eso lo cura todo. Veo a muchas personas mayores que empiezan a recibir en las residencias a sus hijos que, a pesar de estar vacunados, no pueden abrazarse. Cuántos abrazos rotos, cuántas sensaciones se están diluyendo quedando encerradas en nuestros propios cuadernos sin dejarles fluir entre cuerpos queridos. Nos vaciamos a base de suspiros al ver al otro como una deseada e inaccesible isla en medio de la masa. Sí, he pecado. Me he abrazado.

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