SE veía venir, estaba cantado: algún año, por diciembre, una ministra o ministro, y no sólo el ecologista tipo, saboteador de la sociedad de consumo, iba a advertir contra el despilfarro de energía con las luces de Navidad. Es un despilfarro en que compiten las mayores -y entonces más "rutilantes", así suele decirse- ciudades del mundo próspero. Madrid, por no ser menos que Nueva York, París, Berlín, se gasta 220.000 euros y más de dos millones de kilovatios -el consumo de unas 100.000 familias en un mes-, con las consiguientes emisiones de CO2. Las capitales de provincia, por no quedarse atrás, consumen en igual proporción y, a su vez, el pueblo de Villanueva de X, por no ser menos que la capital, hace otro tanto.

Pocos creen ya en la Natividad e incluso para los que creen las Navidades han venido a parar en fiesta completamente profana: de consumo sin freno, de comilonas de alto riesgo con mariscos y bebidas que en el resto del año no se catan, de regalos inútiles para niños, familiares y amigos invisibles, y de reuniones de parientes, ignorados de un año para otro, que empiezan con "me alegra verte" y acaban con el rosario de la aurora.

Existe acuerdo entre expertos en espiritualidad: los centros comerciales, al igual que los robots, no tienen alma. No creen, pues, en la Natividad tampoco. Pese a ello, martirizan con tabarra de villancicos de letrillas insufribles. No se lo merece el personal laboral, pero les está bien empleado a los clientes. Comprar en diciembre ha de tener su precio, superlativo, y además su castigo: escuchar los 40 principales de la zambomba. Sólo uno de los éxitos navideños escapa a lo vulgar, porque menciona la humana condición mortal y, hasta en su más superficial sentido, invita a escapar del centro comercial y no volver: "Y nosotros nos iremos y no volveremos más".

Son los belenes tema aparte, no por consumo de energía, sino por razones de ética y estética. En las escuelas suelen montarse con supuesta finalidad didáctica bajo batuta de quien imparte religión y, de hecho, constituyen una forma descarada de propaganda cristiana, a la que han de resignarse las familias que no comulgan, so pena de verse ellas tachadas de intolerantes. Y ¿qué decir del belenismo en espacios públicos? ¿A qué viene armar belén en el patio de un Ayuntamiento o el hall de una Facultad universitaria?

El paisaje navideño kitsch lo completan los tarjetones de felicitación. En la era del e-mail y de los SMS, se malgasta papel -se destruyen árboles- para sobres y cartulinas de dudoso gusto con el monótono "felices pascuas" de leer, o no, y tirar. Las instituciones públicas y las autoridades, las de un país aconfesional, felicitan una Natividad a la que, por precepto constitucional, deberían permanecer respetuosamente ajenas. Podrían, eso sí, desear feliz Año Nuevo o, mejor aún, simplemente prometer que van a hacer de su parte todo lo posible para no amargarlo a los ciudadanos. Pero ¿felicitar las navidades? ¿Y con qué derecho a quienes descreen de ellas? Y los directivos de las multinacionales ¿se las felicitan también a los príncipes saudíes y a los empresarios japoneses?

Líbrenos el cielo de incurrir en el terrorismo ideológico de quienes quisieran suprimir toda manifestación pública de belenes y felicitaciones navideñas, como si esto fuera equiparable al ramadán o al velo islámico. Desde la moderación, sin acritud, lo que se pide únicamente es menos Navidad: una cura de adelgazamiento en ella. He ahí, pues, algunas propuestas para unas navidades de baja intensidad:

Que los ayuntamientos las aprovechen para mejorar la iluminación en las barriadas periféricas, mientras en el centro histórico enciendan sólo la iluminación de monumentos y edificios públicos.

Que las autoridades se abstengan de felicitar las navidades y mucho menos con cartulinas de estética caduca. Que, en vez de eso, a sus iguales, superiores y subordinados, les feliciten el Año Nuevo por vía informática, mientras al pueblo llano lo hagan con carteles sencillos en papel reciclable y con mensajes modestos, como por ejemplo: "El alcalde de N desea causarles el menor trastorno posible en 2008".

Que sin destruir figura alguna de belén, pues no somos iconoclastas talibanes, no se repongan las que se vayan rompiendo o dañando. Sólo se admitirá reponer al Niño y a su Madre, no a pastores, lavanderas, ni otros personajes secundarios.

Que los centros comerciales proporcionen a sus empleados tapones para los oídos, con los que poner sordina a la zambomba mientras no atienden a clientes.

Que cada ciudadano y ciudadana pase por la báscula, de farmacia o doméstica, entre el 20 y el 23 de diciembre y luego, de nuevo, entre el 7 y el 10 de enero, y que, por cada kilo adquirido, done un kilo de billetes (= 6.000 euros de hoy) a la ONG o pobres de parroquia de su preferencia.

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