Una vez más lo urgente impide ocuparse de lo importante. La política española se desenvuelve en una crispación permanente, fomentada por escándalos y enfrentamientos que imposibilitan el punto de serenidad suficiente como para abordar cuestiones de mayor trascendencia. La irrupción de las nuevas formaciones políticas, con la desaparición del bipartidismo parecían anunciar una etapa de reformas y modificaciones donde sería posible abordar cuestiones que necesitaban de ese impulso regenerador al que todos parecían comprometerse. Desgraciadamente no ha sido así y a la vuelta de dos años de legislatura el reformismo se ha evaporado y no se ve a nadie capaz de elevar la vista y plantear con convicción propuestas de mayor alcance que el inmediato rédito electoral. Tanto los nuevos como los viejos partidos parecen haber abandonado sus promesas de regeneración y salvo algún intento, que duró menos que un suspiro de impotencia, la anhelada reforma constitucional ha quedado reducida a un espectro político del que nadie se acuerda. Y lo cierto es que la actualización de la ley fundamental es ya una necesidad si no queremos convertirla en una venerable antigualla que más que incentivar dificulte el desarrollo político del país.

Nadie niega la dificultad de esta empresa, pero tampoco nadie debería dudar de su conveniencia. Desde el mecanismo para nombrar al presidente del Gobierno, hasta el perfeccionamiento del estado de las autonomías, pasando por la reforma del Senado, los aforamientos o el sistema electoral, todas son cuestiones que necesitan una revisión. Será complejo y difícil culminar con acuerdo todos y cada uno de los temas que se pretendan reformar, pero no se podrá avanzar si no se inicia el camino, porque los acuerdos no surgen por encantamiento, sino con diálogo y generosidad. Manifestada la voluntad de reforma, la negociación dirá cómo se van fraguando las mayorías suficientes en cada uno de los temas propuestos para debate y hasta dónde puede llegar la reforma pactada. Lo cierto es que la admiración por el consenso conseguido en el primitivo pacto constitucional no puede tener ahora un efecto paralizante que desaconseje intentar su reforma, si no está garantizado el mismo nivel de acuerdo, porque entonces corremos el riesgo de que la Constitución que inició una etapa luminosa de la historia española pueda convertirse en un admirado pero frustrante corsé para nuestro futuro político.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios