Hace tres meses, convertí mi Tinta con limón en un cuento para sobrellevar mejor el estado de alarma: "La princesa confinada". Una llamada a la esperanza, el sentido común y la tranquilidad. En el que acabábamos felices y comiendo sardinas. Ahora, en bikini y sin estado de alarma, eso andamos haciendo, disfrutándolas en la calle. Pero sus espinas no son las únicas que nos quedan. Tras las guerras, las mal llamadas victorias, pues en una guerra todos pierden, toca recoger cadáveres, evaluar el daño que dejarán las fronteras y afrontar ese magnetizador síndrome de Estocolmo que producen las trincheras en quienes se acostumbraron a vivir en ella.

Somos tan estúpidos que no entendimos que la única batalla era la del virus. Quizá el gen de la Guerra Civil aún seguía en nuestras pieles y ese haya sido el rebrote del que no nos avisaron. Me asfixia el nivel de crispación que tiñe esta maldita sociedad. Los políticos ya solo son líderes de la desunión y el desgobierno. Han cambiado argumento por acusación y dialéctica por gritos. Y sus votantes se han recrudecido y convertido en altavoces de su propaganda fatua, hasta el punto de enfrentarse con un amigo por defender a quien vació los votos de las urnas para llenarlas de ego y billetes de 500 euros.

Tras llenarlos de aplausos, dulce sonido del agradecimiento que inconscientemente nos pinta una sonrisa inopinada y nos relaja, pervertimos los balcones con el desagradable ruido de las cacerolas, que revientan los tímpanos y nos comprimen las cejas y aprietan los dientes mientras nos inducen el ánimo de querer golpear más fuerte. Y tras necesitar años para entender que antes que un futbolista el sanitario es más héroe de la sociedad, en poco hemos vuelto a ese dibujo de villanos y antihéroes que nos gusta más en España.

Hay quien reza o busca consuelos para insuflar esperanzas; yo preferí escribir un cuento, aun sabiendo que el real es el cuento chino de que en estos tres meses íbamos a aprender como sociedad. El verano ya ha llegado, las playas inundan las redes sociales y la desmemoria va desenrollando su alfombra roja para la vuelta de un virus que ha sido más inteligente que nosotros, pues ha aprendido que España es un país indolente tan ensimismado en sus diatribas intestinas que se distrae de las amenazas realmente importantes. Y a mí me da más miedo ese bucle histórico que un rebrote puntual, este país sin vacuna mental y yonki del odio.

Enhorabuena, se acabó el estado de alarma. Ahora nos toca seguir luchando contra la interminable alarma de estado.

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