YA andan los políticos en campaña electoral, pidiendo el voto. Lo que antaño fue la fiesta de la democracia hoy es una coyuntura que hasta en los foros más prestigiosos se saluda con una convicción cercana al bostezo. No es para menos: la coincidencia abrumadora de las encuestas, el descrédito de la clase política, la percepción de los errores de la misma por parte de los ciudadanos como uno de los principales problemas del país y la confirmación de que quien gobierna en España son los bancos y las agencias de calificación no mueven precisamente al entusiasmo. Sin embargo, ya el jueves por la noche hubo saltos de alegría, símbolos de la victoria con el índice y el corazón bien tiesos, demagogia barata respecto a lo mal que lo ha hecho / lo puede hacer el contrincante y los ingredientes habituales, risitas incluidas, que suelen acompañar la pegada de carteles. Pero, ¿de qué se ríen los candidatos y militantes? ¿Pretenden con ello hacer valer sus posibilidades respecto a las del oponente? ¿No les parece que la situación es más bien para ponerse serios? ¿Que lo que una sociedad tocada por el desempleo y la negación más tajante de futuro reclama es un entendimiento común para encontrar soluciones y ponerlas en práctica, no sacar los colores al adversario, que si en 1996, que si en 2008? ¿Tan difícil resulta comprender que este modelo de campaña electoral no sólo resulta inútil y caduco, sino que quien sufre los extremos más hondos de la crisis lo percibe como una muestra de cinismo? ¿Que no se trata de ahorrar para hacer mítines más austeros, sino de lograr un acuerdo de Estado que quienes ahora van pregonando sus cualidades incluso a quienes no les interesan han sido incapaces de alcanzar? Por una vez en que la situación reclama una política con mayúsculas, y no la rencilla partidista que tanto provecho saca de la España más pacata y gris, los candidatos insisten en lo mismo: en que los más guapos de la foto son ellos. Pues nada. No hay remedio.