Cuchillo sin filo

francisco Correal

Almodóvar

ES de Calzada de Calatrava, el pueblo de mi abuela Carmen y del pegamento Imedio. El paisanaje no exime de ninguna estupidez y Pedro Almodóvar dio en la noche de los Goya una lección de grosería y mala educación. Una grosería prestada, porque no era su momento; lo llamaron para entregarle el Goya de honor a Antonio Banderas. Dinosaurios de este viejo nuevo cine español, sus nombres ya figuraban en las candidaturas de la primera edición de los Goya, en 1987, con la película Matador.

Si no va el ministro de Cultura, lo ponen a caldo. Y si decide ocupar su localidad, sale el cineasta anti-sistema por la pantalla, como la rosa púrpura de El Cairo, para escupir en el plato que aunque poco y mal le da de comer. Un insulto con el altavoz de los millones de telespectadores que seguían esta gala que empezó con Lola Flores y la Polaca, nacionalidad de la primera película galardonada. Almodóvar no se equivocó de mensaje, muchos de los que lo oyeron estarán de acuerdo con lo que dijo, pero se equivocó por completo de escenario. Más legitimidad tenía para hacerlo Antonio Banderas, que se dejó de pancartitas y denunció la alevosa hegemonía de la mediocridad. El actor le dio una lección de caballerosidad a su director, los pájaros disparándole a las escopetas. Menos mal que el cineasta manchego optó por el silencio y delegó en su hermano Agustín, Almodóvar Imedio, cuando volvió a subir para recoger el premio a la película argentina Relatos Salvajes. Un espléndido largometraje coproducido por El Deseo porque lo Cortés no quita lo Pizarro.

Ocho apellidos vascos se llevó tres estatuillas. Uno de esos apellidos es Urdangarín. Cuando se crearon los premios Goya hace tres décadas, ETA era una Al Qaeda doméstica que mataba en bares, cuarteles, aparcamientos, autobuses, en el despacho de un catedrático o en la consulta de un médico. Que nos riamos hoy con esta historia de Emilio Martínez-Lázaro es un paso de gigante en las esperanzas de una nación. Un motivo de optimismo entre tanto agorero, salvapatrias y catastrofista.

Rodeado de cómicos, el ministro Wert aguantó robinsoniano en su isla mínima. Al escenario subió una ex ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, a la que se le escapó su fe colchonera. Enrique Cerezo recogió sin moverse de su asiento sus cuatro Goyas ganados horas antes en el estadio a orillas del río Manzanares, muy cerca de la iglesia con los frescos del sordo genial.

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