Alzheimer: ¡maldito olvido!

No están, tampoco, los primeros afectos ni aquellos primeros y más dulces amores. Todo se disipa y desvanece

A poco que te des cuenta, te aterra y te compunge el alma, cada día más y en cada detalle, al contemplar, impotentes, cómo tanto conocimiento, tan grande acervo de personal sabiduría y de habilidades y tan inmensa capacidad para amar y para soñar, atesorados durante la vida, cultivados paciente y voluntariamente, desaparecen, se deshacen, se ausentan como por ensalmo, llegando a hacerles creer, por momentos aún y sin embargo que siguen ahí, dentro, guardados y ordenadamente clasificados para hacerse presentes en el momento en que se les llame. Sí, es eso, como una suerte de viaje de vuelta a la infancia, esa niñez candorosa y tierna, pero, además, completamente nueva y en la que no están los escenarios, ni los paisajes, ni los que fueron familiares que marcharon, ni aquellos amigos. Y no están, tampoco, los primeros afectos ni aquellos primeros y más dulces amores. No, ya no hay nada de eso. Todo se disipa y desvanece poco a poco, la vida se vuelca hacia un plano vacío de progresiva e ingrávida incomprensión que causa estupefacción, asombro, miedo y sublevación y después, ni eso tampoco, porque se acaba olvidando hasta el acto voluntario de querer recordar, de escudriñar en la que ahora puede aparecer como montaña desordenada e informe de recuerdos, que no vienen al caso de nada, o simplemente una nada que atropella y destruye el deseo de pensar, de imaginar, de soñar.

Es ese olvido, que no sólo lo es de las cosas, los pensamientos y las personas. Es, de igual modo, de ellos mismos, pues sus miradas hacia extraños e inconcretos infinitos, son envueltas en vaporosas cortinas enredadas entre retales deslavazados, insustanciales e incomprensibles que los induce, indefensos, al temor, al miedo, aunque aún asome un lejano atisbo de brillo, leve brillo solícito de clemencia ante la propia incomprensión y desconocimiento.

Sin norte ni oriente, niños solos en un desconocido y selvático bosque, mirando hacia sus flancos en los que creen sentir presencias que no existen. No saben donde están, ni quienes son y qué hacen allí. Les aterran los gritos exigentes, como si de su voluntad dependiese, la vuelta a la realidad que ahora desconocen, al equilibrio de los demás, con insistencia agobiante y desnudándolos, sin piedad, delante de todos, en sus cueros intelectuales, involuntarios e indeseados.

Están marchando, permanentemente, de su propio presente, hacia una dimensión que es inexistente. Y en esa marcha imposible olvidan sus rostros, los dedos de sus manos -que tantas caricias prodigaron- y ahora las creen ajenas, llegando a olvidar, hundiéndonos sin querer en un pozo de tristeza, la forma envolvente del abrazo y hasta la terneza profunda de los besos. ¡Maldito Alzheimer, maldito olvido! ¿O no?

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