Amor de verano

Es curioso: nada más difícil y arriesgado que hacer una historia de la felicidad y del amor luminoso

Los artículos durante mi coronavirus me los escriben los amigos. Tras el poeta Antonio Moreno y el ensayista Ignacio Jáuregui, le toca a la novelista Lucía Martínez Alcalde (Burgos, 1989). Acaba de publicar la novela Por donde entra la luz.

En principio, cuenta sólo un enamoramiento juvenil de verano en un pueblo de la costa levantina. Describe tan bien que me ha teletransportado a los veranos de mi infancia y preadolescencia en Villajoyosa, donde mi abuela materna tenía una casa. A Elena, la protagonista, le entusiasma la poesía de JRJ. Esto es un spoiler implícito: así nada puede acabar mal. En cambio, he notado, ay, el salto generacional en el vocabulario y en las situaciones. "Envejezco", me he dicho con los huesos doloridos por la fiebre. Algunos detalles erizaban mis prejuicios boomer, como que Elena llamase a su padre "papi" y, a su abuela, "yaya". El joven galán la invita a una cena formal y aparece… con pantalones cortos; y a la narradora le parece un outfit ideal. La joven autora había dicho que una idea mía estaba recogida en su novela. Ah, qué honor. Pero, de pronto, veo que mi idea sale en boca del abuelo… ¡del abuelo! Me lo merecía: por fijarme tanto en el saltito generacional.

Bien, pues el cascarrabias que soy, multiplicado por las toses, se ha emocionado profundamente con este libro lleno de selfies, whatsapp, cracks y temazos en inglés. Porque con una inmensa valentía moral y estética, Martínez Alcalde hace una historia de felicidad. Eso es lo más difícil. Resabiado lector, yo me paraba de vez en cuando a preguntarme cómo era posible que la novela me estuviese emocionando tanto. Y era por esa verdad, escondida, como la carta de Poe, a la vista de todos.

Son dos jóvenes enamorándose un verano con sus palabras y sus ropas, sí, ¿y qué? También Dante era un niño de 9 años que se cruza con una niña de 9 años en una esquina de Florencia, y la que lio. Cuando el amor es real transforma a las personas, por supuesto, pero también a las novelas; y abre una profundidad de campo por la que se asoma incluso el rostro de Dios, muy discretamente pero sin lugar a dudas.

Yo me habría ahorrado el último capítulo, que se sale del verano, para dejar más nítida la osadía de contar una historia de amor con lenguaje actual, bares y piscinas… en la que se mueven el sol y las demás estrellas. Pero no importa, porque, una vez que ha entrado esa luz, ya nada puede cegarla.

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