Platón. Los presocráticos. Nietzsche. Los científicos más prestigiosos. Jorge Javier Vázquez. Dos compadres de vuelta a casa compartiendo melopea y Uber. Tu madre y la mía. William James Sidis. El último expulsado de Supervivientes. Sergio Ramos. Ofelia de Masterchef. Todos, en algún momento dado, nos hemos preguntado dónde está el alma. Si es el amnios del corazón, si es un aura de tonalidades variables según el estado anímico, cómo lo hizo Alejandro Sanz para robársela al aire…

Puede que el alma sea de las pocas cosas que ley, diccionario, religión y filosofía no puedan encerrar en un significado unívoco. A mí, por ejemplo, siempre me pareció que se había empadronado en mi estómago. Los nervios antes de un examen o una cita, los desengaños, discusiones y decepciones; todos ellos me han punzado las tripas física y emocionalmente. De hecho, ¿acaso no son los intestinos, con sus curvas y recovecos, una valiosa metáfora de lo laberíntico que es nuestro camino emocional y todos los giros que va experimentando?

He invertido muchas horas de mi vida intentando asociar sentimientos a partes del cuerpo. La libertad la veo adherida a cada molécula de nuestra piel. Cuando queremos respirar aire puro o el mar, estiramos la cara, abrimos los brazos, nos expandimos. Como si la química del agua o el oxígeno con nuestras células activara el libre albedrío. Cuando llegamos a casa, nos desnudamos de inmediato; pareciera que en la ropa se quedaran el poso y el peso del estrés laboral. Dejamos los pies al aire, estiramos los dedos y al mirarlos nos sentimos fuera de una cárcel. Uno se juega el pellejo por lo que de verdad importa. Hasta las fotos de postureo tienen esa pose de brazos abiertos.

La verdad vive en los ojos, y la decepción es la persiana que bajan los párpados para esconder la sinceridad de nuestro lamento. El cuello es el interruptor de la mentira: se mueve lateralmente para que no descubran en nuestra retina el embuste que vamos soltando; o hacia abajo, si esa mentira nos llena de bochorno. Incluso se encoge cuando la queremos disfrazar de desconocimiento. Las mandíbulas son los cronómetros de nuestras risas. Y en las manos reside el amor. Las que levantan del suelo. Las que acarician y cosquillean. Las que alivian o conquistan con masajes. Hay quien no inaugura el proceso de seducción hasta no ver las manos del otro (este axioma se une al de la sinceridad de los ojos).

Y las ganas de vivir están en el corazón. Esto lo aprendí en la experiencia mística de una ecografía cardiaca. Recuerdo nítidamente aquel sonido poderoso, el de un planeta abriéndose espacio por el universo arrasando con todo a su paso. Una cadencia melódica y contagiosa. Una manera de visualizar, con los ojos cerrados, que soñar no es una opción sino el sentido de cada latido.

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