No dejó de tener su miga que Juan Antonio Lacomba se marchara poco antes de que la señora Junta de Andalucía levantara el telón de su fanfarria patriótica, sus bien cobradas medallas, sus expresiones de orgullo pueril y su retórica baldía. A Lacomba también le dieron la Medalla de Andalucía (si alguien la ha merecido alguna vez ha sido él), pero ni su talante humanista ni su exigencia intelectual se redujeron un ápice. Como historiador, Lacomba se atrevió a meterse donde muy pocos se atrevieron: en la posibilidad de contar la historia de Andalucía desde dentro, con criterios y ópticas propias. Pero, más aún, hacía falta una mirada que atendiera a esta historia desde la economía y el (¿sub?)desarrollo para aclarar de una vez de qué hablamos cuando hablamos del atraso andaluz. Lacomba se puso manos a la obra y aportó a la comunidad un discurso de identidad real, material y pragmático, que no se sustentaba en cuentos de hadas sino en la propia razón de Andalucía como organismo histórico, social, económico y político. En sus trabajos, el idealinfantiano se despojaba de su aura de utopía de saldo y adquiría categoría positivista y científica, en una necesaria delimitación de los mitos y los hechos (si algo define a la historia económica es la claridad de las causas y la previsión de los efectos). De todo esto se enteraron cuatro, pero eso es lo de menos. Lo importante es que ya tenemos aquí a la vuelta del Día de Andalucía con toda la artillería melancólica, folclórica, reaccionaria y pobrecita que alimenta a Canal Sur el resto del año. Pero a lo mejor conviene decir que la autonomía aquí está por hacer. No sólo porque el estatuto sea francamente mejorable, sino por la extrema soledad que denuncia aún la figura de Juan Antonio Lacomba a la hora de pensar Andalucía, definirla, explicarla, vislumbrar de dónde viene y a dónde va. Que el Rey Juan Carlos firmara el visto bueno del Estatuto de Autonomía en Baqueira Beret constituye aún un síntoma definitivo de esta dolencia: lo que nos atañe siempre pasa en otra parte. Y no se trata, Dios me libre, de reivindicar nacionalismo alguno (nacionalismo es justo lo que tenemos: un nacionalismo de parásitos blanditos y acomplejados), sino de mandar la poltrona de una vez a freír espárragos. Por si fuera poco, Lacomba, valenciano de nacimiento, alumbró todo su trabajo en Málaga, lo que viene a ser la periferia de Andalucía en los más diversos sentidos, muy a pesar del geográfico epicentro antequerano. Si Andalucía tiene pendiente pensarse a sí misma, a Málaga parece costarle la misma vida pensarse respecto a Andalucía. Lo del gran eje Málaga-Sevilla quedó fetén para la foto y como declaración de intenciones, pero todavía no ha quedado muy claro en qué consiste ni, menos aún, qué se pretende. Andalucía sigue siendo, muy a pesar de las mejoras en las comunicaciones (de qué poco ha servido la anhelada culminación de la autovía a Almería), un territorio desarticulado, descompensado y vuelto de espaldas a sí mismo. Y mientras Andalucía se siga retratando como una cuchufleta de palmas y alabanzas a la Virgen junto a la hoguera, con mucha penita pero mucha honradez, y no como la oportunidad de ser que tan bien describió Lacomba, seguiremos mirando al Norte. Así, al menos, quienes ustedes saben respirarán tranquilos.

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