Arreglar el mundo

Únicamente los muy tontos, decía García Hortelano, sienten en sus hombros el peso de toda la humanidad

Hay que ver la cantidad de gente que pierde su tiempo tratando de arreglar el mundo. Su tiempo y también sus energías, que esta tarea es de por sí tan consistente que acaba con las enjundias del que la practica. Si no fuera una blasfemia o una irreverencia, podría recordarse la anécdota cervantina del prólogo de la segunda parte de El Quijote cuando el loco de referencia, dirigiéndose al personal, les dice aquello de: "¿Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar a un perro?".

Tratar de arreglar el mundo es una misión que se lleva a cabo habitualmente, con cierta costumbre y naturalidad, pero se ejerce, sobre todo, cuando se produce lo que unos y otros llaman un acontecimiento significativo, una grave tribulación. Es especialmente en esas condiciones en las que aparecen voluntarios salvadores que explican cómo puede y debe superarse el engorro social o antropológico que está sobre la mesa y tiene acongojado al personal. Es entonces cuando se empiezan a formular relatos de lo que está ocurriendo que simplifican hasta lo inverosímil el manojo de soluciones de que uno está seguro, mientras las describe con un café en un barra de bar. Valga el recuerdo de aquel remedio que en su día, medio en broma y medio en serio, se encerraba en este razonamiento: si los dos grandes problemas que tiene España son el paro y el terrorismo, la solución está al alcance de la mano. Pongamos a los parados a buscar a terroristas. Medio en broma, medio en serio, por supuesto, pero aceptemos el clima social e intelectual que permite producir tal barbaridad. Todo esto tiene que ver con el viejo fenómeno cuyo nombre se da a una corriente de pensamiento político y económico, que llamamos arbitrismo, de que hay más que suficientes ejemplos en la historia y la literatura.

Únicamente los muy tontos, decía en un antiguo artículo de Juan García Hortelano, sienten sobre sus hombros el peso de la humanidad entera y los sencillamente tontos el peso de su taller o de su oficina. El resto de los hombres considera que desciende de los expulsados del paraíso y se sienten condenados a trabajar con el suficiente sentido de la proporción para presumir lo menos posible de esa condena. Y de este modo Campoamor refuerza el sarcasmo con aquello de: "Tu amor a lo ideal jamás tolera / los insectos, por viles. ¡Qué error!" porque "el despreciar lo real por lo soñado / es una gran quimera".

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