Ashaverus

A estas alturas de la Historia, es imposible que una tierra se halle libre de su propia cuota de iniquidad y oprobio

Ya conocen ustedes la leyenda de El Judío Errante. Cuando iba camino del Calvario, Ashaverus no permitió que Cristo tomara aliento a la puerta de su casa, y desde entonces Ashaverus vaga por el mundo sin que sus piernas tengan descanso y sin que su alma repose en burgo ni país alguno. Según Cunqueiro, el doctor Johnson creyó haberlo divisado al fondo en una taberna londinense, mediado el siglo XVIII, con casaca amarilla y una mirada inmensamente triste. También Magris, en El Danubio, refiere alguna huella de este gran melancólico, urgido por la culpa, que dejó su rastro doliente sobre las piedras de Praga. Cada vez que alguien persigue, que alguien niega, que alguien repudia a los judíos, es Ashaverus quien emprende el camino por el vasto pedregal del mundo. La última ha sido madame Le Pen, negando el colaboracionismo francés. Pero no cabe duda de que vendrán otros.

Como es obvio, a nadie le gusta que su país se vea envuelto en asuntos tan deplorables. Pero, a estas alturas de la Historia, es imposible que una tierra se halle libre de su propia cuota de iniquidad y oprobio. En los siglos medios ("el Medievo enorme y delicado" que cantó Verlaine), las naciones idearon la leyenda de El Judío Errante como personificación del Mal y como figuración de la culpa en el martirologio cristiano. Y es este antisemitismo medieval el que servirá en el XIX para fortalecer la idea del Otro (la idea de lo extraño, de lo amenazador, de lo mezquino) que culmina en Auschwitz. El mismo principio que lleva a la señora Le Pen a negar la culpabilidad de Francia -de una parte de Francia, en absoluto testimonial- en la persecución de los judíos, es el que llevó a los países europeos a endosar sus culpas a un pueblo concreto, eximiendo de cualquier mácula a sus lugareños. Ése es el significado profundo y la verdad última que encierra el mito de El Judío Errante. Pero ése es también, y en primer término, el tosco mecanismo que nutre cualquier ensoñación nacionalista.

No debe olvidarse que fue Napoleón quien otorgó la condición de ciudadanos a los judíos, reparando una secular incuria. No mucho más tarde, en El Judío Errante se sustanciarían la amargura y la insatisfacción románticas. Sin embargo, y conocido cuanto ocurrió en el XX, no alcanzamos a comprender las palabras de madame Le Pen. Volviendo al suelo patrio, ese mismo proceso de ajenidad es que el se aplican hoy, con dulzura suprema, los muchachos de la ETA y el vastísimo coro que ensalzó sus actos.

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