Siempre existe una razón para aplazar una decisión o bordear un problema. El argumento más socorrido es que la cuestión no es necesaria ni urgente y que por tanto hay otras cosas más importantes de las que ocuparse. Esta es la respuesta que ha elaborado al unísono la derecha española en su versión popular y ciudadana, PP y Cs, para oponerse a la decisión de sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos. Ambos participan de la teoría de que un Gobierno no es competente para atender a diversas cuestiones a la vez y, por tanto, está condenado a trabajar en un solo tema sin posibilidad de hacer frente a otros asuntos de forma simultánea o, como se dice en la política norteamericana, incapaz de caminar y mascar chicle a la vez. Pero lo cierto es que cualquier Gobierno está obligado a preocuparse del bienestar material de la ciudadanía y de mejorar su educación y su sanidad y su seguridad, pero también tiene que trabajar por su dignidad política y la mejora de su sistema democrático. Y de eso se trata.
Por más que los años hayan jugado el papel de adormidera, no puede mantenerse que los restos del último dictador de este país gocen del privilegio de descansar en el imperial mausoleo que se mandó construir para su mayor gloria terrenal. No se trata de reabrir viejas heridas, sino, precisamente, de aprobar una de las asignaturas pendientes que dejó la Transición. Si en un momento no fue posible cerrarlas, por las inevitables limitaciones de aquellos años, ahora, normalizado nuestro sistema democrático, es el momento de terminar con un hecho que hiere la sensibilidad democrática de la sociedad española. Mirar al futuro, como repiten los líderes conservadores, no significa ignorar el pasado, ni tener que convivir con anomalías tan señaladas y humillantes como la presencia de Franco en su majestuosa lápida en un ampuloso panteón, propiedad del Estado. Precisamente la tardanza en poner fin a esta hiriente contradicción es la que avala su urgencia. Ya sabemos que cuando los restos del dictador sean retirados del preeminente lugar en que se encuentran, la economía española no experimentará ningún beneficio, ni disminuirá el desempleo ni mejorará la sanidad pública, pero el sistema democrático español habrá cerrado una herida abierta muchos años, se habrá terminado con una dolorosa contradicción y la sociedad democrática española habrá mejorado en su autoestima y calidad. Y eso es un valor político que también debe defender un Gobierno democrático.
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